Mi padre nunca confió en mi. Miraba con cierta displicencia todo lo que emprendía, sin decir sí o no, sin calificar negativa o positivamente aquello en lo que yo depositaba toda mi atención.
No entendió jamás que me diera mamporros con otro por mucho que yo los llamara artes marciales o que me metiera largas tardes en el cuarto oscuro para revelar una foto, si en la tienda lo hacían en media hora por un par de cientos de pesetas.
Mi padre me solía mirar con cara de incógnita sin resolver.
No aprobaba, como supongo que todos los padres, que saliera hasta tarde, que bebiera ron, que me fumara algún cigarrillo… Pero nunca me dijo nada. Y yo sabía que detrás de aquel silencio había una desaprobación tácita.
Dejé de estudiar a los 17, y no le gustó, pero no me lo dijo. Me ofreció mi primer trabajo, y trabajé para él. No llegué nunca a cumplir los objetivos que me marcaba.
A los 25 retomé los estudios, me miró triste pensando que iba a perder otra vez mi tiempo, y cuando vio que empezaba a aprobar asignaturas lo oi asegurar que la Universidad había bajado mucho su nivel.
Mi padre es un gran lector de prensa escrita. Cada día compra el mismo periódico desde hace mucho. Cuando empecé a trabajar en un rotativo, que no era el suyo -el que él compraba-, pensé que al fin cumpliría con sus expectativas sobre mi, que yo sería hacedor de algo que él apreciaba cada mañana, que leía con detenimiento y a mi juicio disfrutaba. Fui a casa, orgulloso dejé sobre la mesa un ejemplar con un reportaje en páginas centrales, en las que fulgurantemente figuraba mi nombre en la data, y le dije:
-”Papá, soy periodista”.
Cogió aquellas páginas grasientas de tinta recién impresa, las leyó con detenimiento sentado en su sillón, las dobló dos o tres veces, las volvió a leer.
Y en la comida, mientras me ponía un vaso de vino me dijo:
-”Y eso que has puesto hoy en el periódico ¿de dónde te lo has copiado?”