Revista Expatriados
Nuevamente la hoja en blanco. Esta vez se me hace más difícil que nunca encontrar las palabras, quizás simplemente no existen. Quizás simplemente no se puede describir lo que siento.
El 7 de enero a las 7.48 de la mañana un rayo de luz, puro y frágil, rompió la fría oscuridad de mi noche. Diego Mario Jiménez García asomaba su presencia, tantas veces soñada, luchando en un mar rojo de gritos y sollozos. Perseo rompió las cadenas, Morfeo engañó al propio Hades y Diego, de un suspiro, desterró todos mis miedos. Por fin este aprendiz de todo y maestro de nada que es su padre, había hecho algo en la vida que realmente merecía la pena.
Hay días que no consigo encontrar la delgada línea en un horizonte ebrio de estratos. En esos días vivir es una suma de minutos y el todo no mejora las partes. No hay consuelo cuando solo quedan peros, puntos y comas en años bisiestos. Esos días volverán, lo sé, son tan parte de mí como yo de ellos. Pero ahora me agarraré como un clavo ardiendo a la fugaz mirada de mi Príncipe de Marfil. Al leve repicar de su risa. A él, sólo a él.
Mil y una historias inventaré para que él, de un plumazo, las rehaga. Le construiré un mundo nuevo, donde hadas , ninfas y duendes velarán su sosiego. Poco, muy poco podré enseñarle, un par de malos consejos y alguna triste balada. Poco, muy poco, pero en la noche oscura mi voz será su aliento. Cien veces caerá al suelo, pues es de vida, que mi mano ciento una le dará consuelo.
Sólo a ti te espero, a ti sólo te quiero. Te pido perdón Bello Ángel, pues yo sólo soy un hombre y tú, tú mi reino entero.
Mario Jiménez