Solía beberse el café ya frío, espolvoreado de partículas de ceniza del cigarrillo que se había fumado con la mirada absorta, concentrado en los devaneos de su imaginación. Luego se oiría el teclear errático de la Olivetti, verde como las praderas del sueño, el sonido de las palabras trasladadas al papel antes de ser difundidas a quien quisiera escucharlas. Escribía de oído, igual que tocaba el piano, pero sabía transmitir con ello la pasión incombustible de quien ama lo que hace (y se sabía un privilegiado por hacer lo que amaba). El papel se amontonaba sobre el escritorio y alrededor del cenicero repleto de colillas, aquel papel tan fino y translúcido que parecía resaltar el carácter transitorio de las letras que lo llenaban. Un micrófono y las ondas se encargarían de hacer públicas sus palabras. Esa fue su manera de contar y compartir aquello que, en cierta forma, era su vida: la música. Y así fue como su carácter abierto de buen asturiano, la voz ronca de fumador empedernido y un inglés divertidamente atroz ocuparon un espacio propio en la radio musical durante décadas.
La habitación más grande de su casa no era un salón sino el Cuarto de Música, así, con mayúsculas, el lugar donde el trabajo y el placer se aunaban de forma maravillosa. Pedacitos de historia del disco bajo la forma de dos gramófonos, uno clásico y otro portátil, que ocupaban los lugares destacados que su significado merecía. El tocadiscos, luego acompañado de otros parientes tecnológicamente evolucionados, y los enormes altavoces. El piano con el que recreaba sus piezas favoritas, sobre todo de jazz, y nadie más tocaba. Aquí y allá, testimonios de su experiencia vital: la foto que se hizo con el gran Cole Porter antes de su entrevista, dos cuadros dedicados que su amigo Aute le regaló, la cariñosa caricatura que le dedicó su apreciado José Ramón Sánchez y algunos premios por su labor, un poco más a desmano. Y, por supuesto, la discoteca: miles de discos reunidos en tres paredes de estanterías de cuatro metros de altura. El marco perfecto para el escritorio donde preparaba sus artículos y guiones y el sillón orejero donde sentarse a escuchar y disfrutar de la música. Un pequeño paraíso para olvidarse del mundo.
No era un ermitaño, sin embargo. Era un ser social por encima de todo y, armado con ingenio y desparpajo, disfrutaba con la gente y con cada momento. Fiestas, festivales, presentaciones; cualquier ocasión era buena para conocer, charlar y reír. Era habitual verlo salir en las fotos con el cigarrillo entre los dedos, ese sempiterno cigarrillo que acabó llevándoselo, y una sonrisa que tenía algo de socarrona y estaba llena de encanto. Decían que tenía un aire a Clark Gable y a él le gustaba presumir de ello, porque era muy coqueto. No cumplía años, solo vivencias. Y era capaz de cautivar a cualquiera que entablara conversación con él, aunque fuera accidental. En lo profesional y en lo personal, mezclados en su caso, porque para él los dos mundos se habían fundido en uno como solo puede hacerlo quien vive su vocación desde dentro. Muchas de sus amistades llegaron de aquel ambiente y los oyentes solían llamar a casa para hablar con él, incluso años después de haberse jubilado.
En la historia de la radio musical hay una línea donde está su nombre, pero también hay un hueco muy grande que, junto a su ausencia, algunos ayudaron a agrandar. Quizá debió escribir también para publicar y dejar constancia de lo que vivió, no solo para que las palabras se las llevara el tiempo. Sí, no es una errata (las erratas las han cometido otros, no sé si intencionadas); es el tiempo quien nos roba mucho más que las palabras, quien sesga las vivencias y, a veces, arranca de raíz los recuerdos. El olvido nos mata lentamente y eso lo saben bien quienes lo utilizan de forma premeditada.
Por eso, hoy he querido traerlo aquí.
Juan Mª Mantilla Pérez de Ayala nació en Oviedo, no importa cuándo (y, si importara, él tampoco lo diría), y aunque vivió fuera la mayor parte de su vida fue siempre un asturiano de pro, orgulloso de su condición de carbayón.
Se dedicó profesionalmente a hablar y escribir sobre las dos pasiones que abarrotaban su corazón y su casa: la música y el cine. Escribió para periódicos como el Ya y realizó varios programas de música, especialmente de jazz, para Radio Peninsular y Radio Nacional de España, primero en Madrid y a partir del año 75 en Santander. Entre ellos, “Tiempo y ritmo”, con Rolando Gómez de Elena al micrófono, “Club de Jazz”,presentado por Matías Prats (padre), o el último y más recordado, “Mirando hacia atrás con música”, con las locuciones de Jesús García Preciado y Esther Rodríguez Torio.
Fue bueno, muy bueno, y muchos no entienden por qué se ha relegado su nombre de las crónicas de la radio.
Yo tampoco lo entiendo pero, claro, dirán que soy parcial.
Porque era mi padre.
Y este recuerdo, hoy, es mi regalo.
Estés donde estés, sigue disfrutando.
El vídeo original, aquí.
P.D. Gracias a los que aún se acuerdan de él, de sus programas, de su simpatía y hasta de su inglés macarrónico. Seguro que él también se acuerda de vosotros.