Pensaba abrir este blog de forma erudita: citando a Brillat Savarin o a Escoffier, pero siempre llega alguien y te cambia los planes. Aunque bien pensado no es mal comienzo hablar de un desayuno puesto que es, cada día, nuestro primer y más reconfortante condumio.
Estábamos desayunando con una humilde tostada que al chaparse en oro con un nada humilde aceite tornó su modestia en opulenta generosidad, porque el aceite cuando es de oliva y virgen, pródigo en aromas y equilibrado en amarguras nunca es humilde por más que el destino, la situación o el envase se empeñen en empañar su majestad.
En ese desayuno, hablando de ideas y proyectos con la locuacidad y la holgura de ánimo que procuran los estómagos bien serenados fue cuando un amigo me dijo que me veía convertido en el principal bloguero gastroemocional. Y es que este amigo es hombre dado a ciertos excesos: impetuoso en el verbo, incansable en su creatividad y generoso en sus halagos. Tanto es así que sus propuestas son como los grandes ágapes, que requieren de sosegada deglución y digestión reflexiva. De esas digestiones en las que, mientras se deja hacer al estómago su trabajo, nuestra memoria evoca cada aroma, cada ingrediente, cada matiz de las viandas degustadas y los entrevera con los recuerdos de las conversaciones.
Lo cierto es que chove sobre mollado como en las graníticas losas de Santiago de Compostela, esas que evocan canciones de tuna, pasos de peregrino, pulpo y vieiras, empanada y caldo de grelos y demás manjares de la tierra y el mar gallegos. Y llueve sobre mojado porque hacía ya algún tiempo que, a fuego lento, como los guisados de antaño, me venía borboteando en la sesera la idea de un blog relacionado con las cosas del comer.
Claro que “principal bloguero gastroemocional”, requiere de esas reflexivas digestiones que antes citaba. Bloguero, sí, puesto que escribo en un blog. Principal, lo lamento amigo, pero no está en mis planes, sería presuntuoso. Y lo de gastroemocional, aunque sea término de nueva cosecha y como los jóvenes e indómitos vinos requiera cierto tiempo para redondearse y ser agradable al paladar, es un neologismo que bien podría definir mis intenciones en este blog.
Porque de eso quiere tratar este blog: de las emociones que deambulan entre los fogones y los manteles. El olor de aquel guiso de la abuela que nos devuelve a la infancia; la tensa espera ante los resultados de esa nueva receta; el cariño que emana de cada plato con el que nos agasajan; la fraterna conversación al compás de una cena regada con buenos caldos; imaginar al hidalgo con sus duelos y quebrantos; descubrir el sutil maridaje de un oloroso jerezano con un viejo queso holandés; soñar con la corte decimonónica ante unas codornices a la Pompadour o degustar con Hercules Poirot un tournedó; sorprenderse ante el sutil equilibrio de sabores y texturas del más novedoso de los platos o perderse en la barroca amalgama de una fabada; pasear por la Maximiliam strasse al degustar un obatzda o entrar en las mil y una noches de la mano de un especiado babaganoush…
“Cada vez que entro en mi casa se me caen las alas del corazón. ¡qué desorden! Esto parece una leonera, ninguna cosa en su sitio. Eres una desastrada… Dios mío, ¡Qué cocina! Tú no piensas más que en componerte. ¿Qué has puesto para comer?
-¡Oh! No te apures… El cocidito de siempre…”
Así narra Galdós una escena cotidiana en Tormento
No te apures, el cocidito de siempre. Calma, todo está bien: hay cocido. No se apuren que este blog no podía tener otro título que aquel que rinde pleitesía a ese cocidito que, con más o con menos avíos, fue sustento casi único de tantas generaciones.