Por: Manuel García (@ManuelGarciaOri)
Su sincretismo estético nace de la emotividad que, para el lector, supone leer unos versos inspirados en una fusión de vanguardia y costumbrismo. La razón de esa épica, como analiza Norberto Codina, en su estudio introductorio a esta edición, destaca por ese “sentido intuitivo e integrador” de travesías y asombros que la literatura de Sacerio-Garí trama con una percusión significativa, pues la tradición oral se impregna de resonancias modernistas que, lejos de un exotismo puntual, refuerzan esa necesidad continua de perseverar en el viaje, de acertar, si es posible, con las razones que nos mueven a huir de nosotros mismos para encontrar en la tierra el descanso de todo lo que nos asombra y de todo lo que se sufre:
“Nunca logro llegar
a La Habana
por donde sea que ande
sin volver a partir
desgarrándome de Sagua
madera de mis marcos
madre del río
honda ciudad
que sigue
dando en mí.” (pág. 37).
Lo que conmueve es ese proceso de transculturación que su poesía refleja, pues los estilos vanguardistas se fusionan con ese verso eficazmente literario, de tradición modernista, que nos compromete, más allá de lo social, lejos de las influencias de Celaya o de Otero, con la propia pulsión literaria:
“De cada casa ausente
hay que bajar
con vaivén
de escalera
sincopada
sin traje nuevo
ni copa rota” (pág. 51).
La frontera como línea divisoria entre dos territorios, entre la realidad y lo cuentístico, entre los vivos y los desaparecidos, por ejemplo, está sustentada en sus poemas por una resignificación de los espacios; lugares físicos que se tornan en ideales, en difusos, en memoria de los ausentes, en continua pertenencia a lo que se añora con voluntad:
“Mañana buscarás
otras orillas
recordando todo
lo que soñaste
con la memoria
llenas de colillas
de la primera noche
que me amaste” (pág. 58).
La resignificación de los objetos convierte los utensilios elementales que caracterizan a la comunidad en vívidos estímulos de unas costumbres que ya no son lo que eran, sino que son metáfora de un tiempo acabado, de un lugar que permanece en los tránsitos de la memoria y el olvido, y no en el presente:
“No se trata del silencio:
hay pregones
de escobas, colchones
mantecaditos
(en la memoria)
timbres de bicicleta
hermanos que se llaman
por la ventana
voces altas
que discuten
y se quieren” (pág. 59).
Por esas razones, la poesía de Sacerio-Garí no descarta la necesidad del futuro, pero ese futuro es una aproximación constante a un pasado que inexorablemente cambia, lejos de nosotros, por mucho que lo denunciemos, por mucho que se literaturice. Nada escapa a esa imborrable presencia de lo efímero y de la escritura como un proceso que transforma lo esencial, lo vivido realmente, en otra clase de signos atrayentes, fusionados con la inclemencia de nuevas culturas más artificiales.
Solamente sobrevive el espacio que no huye de la escritura misma:
“Corre la arena oscura de tus horas,
abre todos los soles donde moras,
nada la ola libre de la gente:
en cada gota encontrarás la fuente”. (pág. 88).