Las movilizaciones y la huelga del pasado 8 de marzo han mostrado el gran avance que se viene produciendo en la toma de conciencia general, no solo de las mujeres, sobre la discriminación tan injusta y de todo tipo que sufre, no solo en España, la mitad de la humanidad por el simple hecho de no ser de sexo masculino.
Se ha avanzado en el reconocimiento de los derechos de las mujeres, en la batalla contra la discriminación y en la aplicación de medidas para fomentar la corresponsabilidad y el reparto del poder de decisión entre mujeres y hombres. Es cierto. Pero también lo es que aún persisten muchas manifestaciones de desigualdad y de discriminación. Algunas son muy evidentes e indiscutibles, como el reparto muy asimétrico del tiempo dedicado al trabajo doméstico, la brecha salarial o el acceso desigual a los puestos donde se deciden las cuestiones más importantes de nuestra sociedad. Y precisamente porque son tan manifiestas quizá resultan las más fácilmente superables, a diferencia de otras formas de discriminación, tan sutiles y difíciles de detectar y de combatir, que apenas si se tiene conciencia de ellas, al menos, entre quienes no se dedican a estudiar con detalle estos temas.
Un artículo de la socióloga estadounidense Natasha Quadlin (The Mark of a Woman’s Record: Gender and Academic Performance in Hiring) publicado la semana pasada en la prestigiosa revista American Sociological Review muestra algunas manifestaciones de este tipo de discriminación sutil pero que hace mucho daño a la promoción de las mujeres en su carrera laboral y profesional.
Quadlin envió 2.106 solicitudes de empleo en las que sólo se cambiaba el sexo, las notas promedio y las carreras realizadas y se ofrecían iguales méritos extracurriculares y las mismas cartas de recomendación, analizó las respuestas en función de estas variables y obtuvo datos realmente significativos.
Descubrió que las solicitudes de mujeres tenían menos posibilidades de empleo a medida que presentaban mejores calificaciones promedio y cualificación. Es decir, que sus demandas de empleo resultan penalizadas justo por ser “demasiado” brillantes, por su elevada cualificación o por sus calificaciones muy altas. Algo que no ocurre con los hombres, los cuales mejoraban sus posibilidades de empleo a medida que presentaban notas más brillantes y carreras más cualificadas.
Concretamente, la investigación de Quadlin muestra que los hombres con las notas promedio más altas obtuvieron un 50 por ciento más de probabilidades de obtener respuesta de un empleador potencial que las mujeres con esas mismas calificaciones. Y esta discriminación es aún mayor cuando el alto rendimiento se había dado estudiando matemáticas, pues los hombres con altos rendimientos académicos en esta titulación fueron convocados para entrevistas de empleo tres veces más a menudo que sus contrapartes femeninas con la misma nota y cualificación.
Los efectos de esta discriminación son muy importantes y los subraya Quadlin en la discusión de sus datos. Las mujeres están logrando acceder cada vez más a estudios que antes no alcanzaban y logran hacerlo con resultados especialmente brillantes. Algo que siempre se había creído que era un potente motor para combatir la discriminación que venían sufriendo, Pero esta investigación de Natasha Quadlin demuestra que existe un grave peligro en esta lucha de las mujeres por situarse en igualdad de condiciones profesionales con los hombres: si tienen mayor éxito y brillantez que ellos, o incluso si simplemente los igualan en expediente académico y cualificación, lo que les ocurre es que se verán penalizadas a la hora de encontrar empleos y sus colegas masculinos disfrutarán de ventaja.
Otro efecto paradójico que señala Quadlin a la luz de su investigación es que las mujeres de mayor brillantez académica han de competir no solo con los hombres de su mismo nivel sino con las mujeres menos brillantes (las que en el experimento tenían calificaciones más bajas) puesto que éstas son preferidas a la hora de ser contratadas frente a las mujeres de más altas calificaciones. La razón es que los empleadores tienden a consideran que si una mujer es especialmente brillante (si su rendimiento académico y cualificación son elevados) lo será porque desarrolla habilidades que no se corresponden con las “propias” de su sexo y, por tanto, a costa de no desarrollar las más auténticamente femeninas. Esa fue la tesis que defendió el conocido economista Larry Summers cuando era rector de la Universidad de Harvard y dijo en un discurso que las mujeres no desarrollan carreras brillantes en el campo de las ciencias más duras porque su “habilidades innatas” no son las apropiadas para ello.
El origen de esta discriminación (el estereotipo que genera diferencias entre mujeres y hombres donde en realidad no las hay ni tiene por qué haberlas) también queda claro en la investigación de Natasha Quadlin. A partir de los resultados de una encuesta experimental llevada a cabo entre 261 empleadores se deduce que éstos adoptan un criterio muy discriminatorio a la hora de valorar las solicitudes de empleo, según que sean de hombres o mujeres: valoran la competencia y el compromiso cuando son hombres quienes solicitan los empleos mientras que las mujeres candidatas que resultan mejor valoradas con las que se perciben como simpáticas y agradables.
Los planteamientos y resultados de esta investigación deben desarrollarse, tal y como advierte su propia autora, pero, en cualquier caso, se corresponden con evidencias empíricas que ya se han podido comprobar en otros trabajos científicos anteriores.
Como dice la también socióloga Marianne Cooper, de la Universidad de Stanford, las mujeres de alto rendimiento experimentan una reacción social negativa porque su éxito viola las expectativas dominantes sobre el comportamiento que se supone deben tener las mujeres (For Women Leaders, Likability and Success Hardly Go Hand-in-Hand). De éstas se espera, dice Cooper, que sean agradables, cálidas, amistosas y afectuosas, de modo que si una mujer actúa asertiva o competitivamente, si empuja a su equipo a actuar, si exhibe un liderazgo decisivo y contundente, se está desviando del estereotipo que dicta cómo debe “comportarse” y por eso nos sentimos profundamente incómodos con las mujeres poderosas.
En definitiva, tenemos una evidencia científica más que confirma que los hombres y las mujeres que hacen lo mismo son evaluados de manera diferente y mientras esto siga ocurriendo será imposible acabar con las injustas discriminaciones que sufren las mujeres.
Para evitarlo es fundamental, como dice Marianne Cooper, que los niños y las niñas estén informados desde pequeños de que existen esos estereotipos y de que es un modo de pensar sesgado lo que impide que mujeres y hombres podamos realizar nuestros sueños y ambiciones personales.