La tensión narrativa, la capacidad para comunicar un control ilusorio siempre a punto de quebrarse, de poco sirve si no se sabe luego qué hacer con los pedazos que caen, cómo recomponerlos si cabe hacerlo. Ya a ningún cineasta, en la era de las desafecciones, parece interesarle, pero en realidad es que no saben hacerlo,
Alemán de nacimiento, Roemer sí sabe, pero hace cuarenta años - tiene ahora noventa y cinco - podría parecer ya un tanto desubicado en medio de la estridente década de los 80 con un film tan poco amable y tan radical como este. Ese es el destino de los que caminan por su cuenta, no solo que nadie les acompañe, sino que nadie les vea pasar; por esos senderos abandonados transitaba Paul Newman y se paseará Bernard Émond. Dicen que, a medio camino de ambos, una vez también lo hizo Margaret Tait.
"Vengeance is mine" serpentea en territorio conocido, la América de la trastienda perpetua de los grandes sueños, (Delaware, pero podría ser en cualquier esquina del mapa) un lugar donde buscar una nueva vida es ritual cuando la anterior colapsó por los mil motivos de costumbre, qué mas da quién tuvo la culpa. Los colores del horizonte, la música, el mar, tanto aire sin contaminar... extraño paraíso habitado por deprimidos y desengañados.
La primera película de las dos que contiene "Vengeance is mine", parte del rostro de Jo (Brooke Adams), en el que se dibuja una bonita sonrisa cuando la sombra que se apresura a cubrirle el rostro desde cualquier ángulo permite que aparezca quien pudo ser: una chica feliz, que sin embargo no tiene madre o mejor que no la tuviese para lo que le dice o cómo la mira, no tuvo hijos - se los quitaron - y mejor que tampoco hubiese conocido a los hombres que conoció. Con inteligencia Roemer la dirige relajada, acomodada en posiciones corporales como una gata que encontró el rincón mullido de la habitación y por eso cada golpe, verbal o físico, se siente más terrible, más desasosegante. La filma Roemer como se filmaría a alguien que se tranquilizaba de niña pensando en que estaba muerta y así cesaba la falta de cariño que la ahogaba.
Está magnífica en las escenas domésticas de ruptura y mutuos desagravios, unas escenas secas, sin música, impresionantes y lo estará a partir de ese momento todo el resto del metraje, la hermana mayor que Jo creyó haber encontrado, Donna (Trish van Devere), ambigua y doliente por algo que hace más mal a los demás que a ella misma. Desde que aparece, la película se desliza por el filo de sus laberintos y primero Roemer prueba la resistencia sentimental de ambas protagonistas, que a veces no pueden ni mirarse para poder decir lo que quieren decir, como Naruse Mikio, Henry King y los grandes planificadores de diálogos desde lo callado y desde los silencios. Muy pocas veces en el cine ha sido dada una enfermedad mental como la que padece Donna de una manera tan lacerante.
Más tarde, cuando se constata que nadie va a ganar nada porque ya todos perdieron demasiado, aparece lo primario, extraordinariamente decantado por Roemer, que tenía material de sobra para un grand guignol o para un melodrama arreglalotodo. Fiel al drama, surge no lo fácil, tampoco lo obvio, sino lo auténtico: la inocencia, la moral, la capacidad para rebelarse contra la injusticia, la defensa de la pureza y todo lo que es solo si muere sin contaminarse de la podredumbre de este mundo o nunca lo será.El último plano es de Bergman o de Godard. Honor a quien lo conjuga y no lo toma prestado.