La lluvia golpea con fuerza los cerezos florecidos en racimos rosados, apenas blanquecinos. Una explosión de gotas estremece a los gorriones que apuran el vuelo para cobijarse en sus nidos, mientras miles de flores se rinden a sus pies, embelesadas como cortesanas complacientes que sonríen tiernamente a su paso. El jardín entero tiembla con el tamborileo en las hojas empapadas y los pétalos que se desprenden de las corolas más maduras.Naranjos, azahares, limoneros aromáticos. Una columna de fragancias entre mieles y cítricos danzan, abriéndose paso. Las ninfas más bellas se refugian bajo el manto tupido de los tréboles y remolinos de agua fresca recorren cada centímetro de esa geografía marcada por arboledas, pasadizos, arbustos, piedras y violetas que - con vergüenza infantil - esconden sus flores.Todo es vitalidad, pasión, agonía. Sed, marcha y contramarcha. Racimos dulces de néctar que se mecen con el viento y la lluvia. Los colores se vuelven más vibrantes, los aromas más profundos. Se ausenta la calma, la sustituye el bullicio de imperceptibles cosquilleos.Vaquitas de San Antonio desprevenidas, colibríes zigzagueantes, lilas y lirios en deliciosas posturas. Rosas y calas, madreselvas y glicinas. Cascadas de flores y hojas que se riegan por el piso, formando un manto de novia, de gala, de fiesta. El golpeteo de las gotas, en melódica tarea, va dejando paso a una sinfonía de silencios y melancolía. Todo eso siento cada vez que me besas.
©Silvina L. Fernández Di Lisio Advertencia: A todo aquel que decida reproducir en forma parcial o total este texto es oportuno informarle que el copyright © del mismo pertenece a la autora, quien no cede ni comparte este derecho con ningún otro individuo.