Dicen que los textos largos no son apropiados para FB. Que los amigos no los leen. Es posible. Así y todo aquí les dejo mi cuento “La visita”, un homenaje a todas aquellas madres que en los años sesenta y setenta visitaban a sus hijos presos en el Presidio Modelo de Isla de Pinos.
LA VISITA
Antes de zarpar, la lancha dejó escapar tres largos pitazos de aviso, tan fuertes, que todas las ventanas de la antigua capitanía se estremecieron de repente. Unos pelícanos que descansaban sobre los pilones del embarcadero levantaron espantados el vuelo y se perdieron entre los mangles que serpenteaban a la entrada de los canalizos. De pronto, las aguas turbias que chapoteaban tranquilas entre el espigón y los arrecifes se removieron por el estruendo del eco repetido de los pitazos y comenzaron a balancear el casco de la embarcación.
–Tómate las dramaminas para que no te marees como la vez anterior—dijo la abuela–. Será peor cuando estemos en mar abierto.
La nieta obedeció. De un bolso de mezclilla azul sacó un sobre pequeño, extrajo dos pastillas de color amarillo y se las tragó en seco. Estaban sentadas en la primera hilera de bancos, justo delante de la escalera que conducía a la cubierta superior. “Ahora trata de dormir para que tu padre no te vea ojerosa”, dijo la abuela. “Todavía falta mucho para llegar al presidio”.
El Pinero volvió a pitar y comenzó a alejarse lentamente del atracadero. Amanecía, y las últimas luces de Surgidero de Batabanó se fueron apagando en la distancia junto al seco fragor de los motores de popa.
Desde la ventanilla, la anciana contemplo el inalcanzable horizonte que la separaba de su hijo encarcelado en el Presidio Modelo de Isla de Pinos. El cielo parecía recién nacido y las aguas, por su serenidad, navegables hasta el infinito. El Pinero fue desplazándose en silencio sobre las aguas poco
profundas de la orilla y para cuando alcanzó el veril, el día era ya tan radiante, que la anciana pensó que estaba en un yate de placer y no en una vieja embarcación que la llevaba a visitar a su hijo preso. Avergonzada por el repentino estallido de euforia, corrió la cortina y se volvió hacia la nieta: “Haz lo que te dije. Aprovecha y duerme ahora. Yo te despierto para que comas algo”.
La niña había cumplido nueve años el día anterior y era la tercera vez que visitaba a su padre. Era alta para su edad y vestía una bata azul de vuelos blancos que le quedaba pequeña y destacaba la delgadez de sus extremidades. Tenía unos ojos grandes y almendrados que acentuaban su languidez infantil. Hablaba poco. Pero cuando lo hacía, su lenguaje era articulado y contundente. La abuela tenía sesenta y siete años pero parecía más vieja porque tenía la piel envenenada por el sol. Sobre todo la del rostro, que era un intrincado laberinto de surcos. No era gorda, pero sus antebrazos eran anchos y firmes. Usaba un amplio batilongo de flores verdes que le permitía moverse con facilidad. Los dobladillos de las mangas estaban descosidos, pero la dignidad de sus gestos la amparaba en su aparente pobreza. Era una mujer humilde, pero de comportamiento altivo.
La niña acomodó debajo del banco la jaba de alimentos que le llevaba al padre, recostó la cabeza en el brazo de la abuela y se durmió. Muchos de los pasajeros que iban sentados hicieron lo mismo. Los que no dormitaban, permanecían en silencio. Aquellos que no habían alcanzado asiento se recostaban como podían en los soportes de la cabina o se acomodaban debajo de las escaleras. Casi todos eran familiares de presos políticos que viajaban para la visita mensual. Algunos hombres subieron a la cubierta a fumar. Otros aprovecharon para ir a los servicios sanitarios antes de que se formaran las colas para usarlos. Conocían la rutina de la travesía y se comportaban con la confianza que otorga la veteranía. Recostados a las barandas miraban hacia el sur porque sabían que, antes del mediodía, podrían ver el resplandor del mármol en las montañas que rodeaban el reclusorio. Era una vista impresionante y dolorosa. Entre el fulgor marmóreo de las laderas ya explotadas y el arbóreo verdor de las que todavía permanecían vírgenes, se distinguían las torres de vigilancia que rodeaban ominosas los edificios circulares donde albergaban a los reclusos.
La abuela miró el reloj y despertó a la nieta: “Son casi las doce”, dijo. “Vamos a subir para que veas las montañas”. La niña abrió los ojos, pero dejó la cabeza recostada en el brazo de la abuela: “Tengo hambre”, dijo. La abuela apartó entonces a la niña y se agachó. Abrió el bolso de mezclilla azul y sacó dos plátanos manzanos y cuatro galletas de sal. Mientras comían, el Pinero dio un pitazo breve para que los pasajeros fueran preparándose para desembarcar. La abuela guardó las cáscaras de los plátanos en un cartucho y dijo: “Apúrate que ya no tenemos tiempo de subir”.
El muelle de Nueva Gerona era más grande que el de Surgidero y estaba preparado para recibir varias embarcaciones a la vez. Había un atracadero para los barcos pesqueros y otro para los de transporte. A un costado de la aduana, justo en la desembocadura del río Las Casas, estaba el frigorífero donde almacenaban los mariscos de exportación. Un poco más atrás, entre el dique seco y el borde de la carretera, se alineaban las pequeñas casas de mampostería de los obreros del puerto que se extendían en línea recta hasta las estribaciones de la sierra de Caballos. Por su uniformidad, parecían inhabitadas casitas de juguetes. El único indicio de vida eran las tendederas de ropa al sol y las gallinas escarbando al unísono en la tierra de los patios.
Cuando el barco quedó asegurado al espigón, los pasajeros comenzaron a desembarcar. Lo hicieron en calma pero con rapidez. Era evidente que todos tenían apuro, pero se comportaban con cortesía. A pesar de que viajaban con paquetes no hubo atropellos. Muchas familias se conocían porque habían hecho el viaje juntas en otras ocasiones. Pero aun en los que lo hacían por primera vez, se percibía una callada solidaridad. La abuela y la nieta fueron de las primeras en bajar. La anciana cargaba la jaba de alimentos para el hijo con una mano y con la otra sujetaba a la niña, que llevaba el bolso de mezclilla azul y un paraguas. Atravesaron con premura el puente que unía el embarcadero con el salón de la terminal, pero tuvieron cuidado de no pisar los tablones rajados que desnivelaban los costados y aflojaban las barandas. “No me sueltes la mano” dijo la abuela. “Aquí se han caído al agua varias gentes”.
A esa hora el sol se desprendía de golpe y hasta los pescadores, acostumbrados a las inclemencias del verano, se habían cobijado del calor en los almacenes de la cooperativa. Sólo los chóferes de alquiler que hacían el viaje al presidido permanecían a la intemperie esperando a los familiares. La anciana y la niña alcanzaron a entrar en el tercer automóvil de los que estaban en fila. Cuando estuvo lleno, el conductor puso el auto en marcha y dio la vuelta por detrás de los almacenes de la antigua zona franca para adelantarse a los otros carros. No hizo preguntas porque sabía que todos los pasajeros tenían el mismo destino. La carretera que conducía al presidio era estrecha y polvorienta y bajaba hacia el sureste de la isla entre los antiguos bungaloes de madera de la época de las plantaciones americanas y las primeras edificaciones prefabricadas construidas por la revolución. La niña se había sentado junto a una de las ventanillas. “Sube el cristal”, dijo la abuela. “Vas a llegar sucia y con los pelos parados”. A lo lejos podían verse las dos torretas de la entrada principal del Presidio Modelo.
El auto se detuvo frente a la garita central con un frenazo que levantó una nube de polvo rojo. Los soldados que estaban en la puerta sujetaron sus rifles con las piernas y se cubrieron las caras con las gorras para protegerse de la polvareda que se les vino encima. La anciana y la niña fueron las últimas en bajar porque, antes de que pudieran sacar la jaba de los alimentos y la bolsa de mezclilla azul, se les trabó el paraguas entre la puerta y el asiento. La niña trató de destrabarlo halándolo hacia fuera, pero no pudo porque las varillas cedieron hacia arriba y rasgaron la tela. Cuando al fin logró desengancharlo, el paraguas parecía una retorcida tarántula metálica. “Tíralo a la cuneta”, ordenó la anciana. “Coge la bolsa que yo cojo la jaba”.
Justo cuando se pararon frente al Oficial de Guardia, el cielo se encapotó de repente. La anciana miró hacia los nubarrones que avanzaban desde la sierra, pero no les prestó atención y siguió con lo suyo: “Vengo a ver a mi hijo”, dijo. El oficial abrió una caja de madera que contenía las tarjetas de control penal y preguntó: “¿Nombre del recluso?”. La anciana no titubeó al contestar: “Paulino Ruiz Pérez”. Al oír el nombre, el oficial cerró de golpe la caja de madera, levantó la vista y dijo: “Ese tiene la visita suspendida”. Entonces cayeron las primeras gotas de lluvia. El oficial miró el cielo, y como hablando consigo mismo, dijo: “Por ahí viene un mundo de agua”. La anciana y la niña permanecieron paradas frente a la mesa. “Apártense para que pasen los demás”, les ordenó el oficial.
Entonces se volvió hacia los otros visitantes que hacían fila y gritó: “Apúrense o se jode la visita”.
Después de la requisa, para cuando todos los familiares hubieron entrado al edificio del comedor, que era el que se usaba para las visitas, estaba cayendo un aguacero amazónico. Ya los presos esperaban en un terreno cercado que parecía un corral de cerdos. Habían salido bajo el agua, chapoteando en el lodo, desde sus respectivas circulares. Daba lástima verlos allí, empapados, tratando de protegerse de la lluvia mientras esperaban que los fueran llamando para la visita. La anciana trató de ver si su hijo se encontraba entre ellos, pero no logró distinguirlo en aquella multitud uniformada de amarillo. Todos se parecían. La niña se encaramó en uno de los bancos y a través de la ventana buscó a su padre: “Abuela, yo creo que es aquel recostado a la cerca”. El Oficial de Guardia se aproximó a ellas. “Ya les dije que está castigado”, gritó. La anciana no se amedrentó. Lo que hizo fue volverse y preguntar: “¿Y se puede saber por qué lo castigaron?”. “Porque intentó fugarse”, contestó el oficial. La anciana sabía que no le darían explicaciones. Supo que la conversación estaba llegando al final y quiso concluirla en sus términos. “Al menos podían habernos avisado que no tenía visita”, dijo. “Esto no es un colegio de internados”, replicó el oficial. La niña lloraba abiertamente. “Abuela, dile que nos lo dejen ver aunque sea un ratico”, dijo entre sollozos. La anciana miró con firmeza a la niña y dijo: “Con esta gente no hay súplicas que valgan”. Entonces la tomó de la mano y para que todos la oyeran gritó: “Vámonos”.
El Oficial de Guardia enrojeció de ira pero no dijo nada. Se limitó a recoger la caja de madera con las tarjetas de control penal y entró al comedor para dejar pasar a los reclusos. En ese momento un rayo cayó en uno de los transformadores eléctricos que estaban detrás de los talleres de mecánica. La garita y el comedor quedaron a oscuras un instante, pero enseguida la planta auxiliar comenzó a funcionar. La anciana y la niña aprovecharon la confusión para salir de la garita. Uno de los soldados de la posta que las vio enfrentar la lluvia les gritó: “Por lo menos esperen a que se acabe la visita para que se vayan en un taxi”. Ninguna de las dos miró hacia atrás. Al contrario, continuaron imperturbables la marcha bajo el aguacero. A lo lejos, una oscuridad apocalíptica parecía descender desde la sierra.
La niña temblaba con cada relámpago que se desprendía iluminador sobre las cimas de las montañas. La abuela le apretó la mano. “No tengas miedo”, le dijo. Y por primera vez la miró con cariño. Pero fue sólo un momento. Enseguida retomó sus habituales gestos de matrona ejemplar. Levantó la vista, apresuró el paso y dijo: “Ahora apúrate que tenemos que alcanzar el primer barco que sale a las seis. Mañana tu mamá tiene visita en la cárcel de Guanajay.
-FIN–
Manuel C Diaz
15 de Noviembre