En el principio era el infinito (el ápeiron, lo indefinido o ilimitado lo llamó Anaximandro). Allí todo ocurría en el mismo sitio y a la vez, todo estaba entrelazado con todo y los cuerpos y el devenir no habían emergido todavía. Igual que en el arte moderno, nada tenía forma, e igual que en las experiencias de místicos y abades varios, podías quedarte oyendo un rato el canto de un jilguero junto a una fuente y, cuando te quisieras enterar, habían pasado trescientos años. Pero un día emergió el mundo y también el tiempo, y todo se separó en individualidades caóticas, en sucesos azarosos y contingentes… La guerra, como dijo Heráclito, se convirtió en el padre de todas las cosas. ¿Y para qué todo esto? ¿Qué ganaba aquella sucursal de la nada que era el infinito metiéndose en este berenjenal que es el existir, el adentrarse en el tiempo y en el espacio?
Pues resulta evidente que aquello del infinito, aunque resulte paradójico, no era suficiente. En el ápeiron no había manera de saber si ibas o venías, si subías o bajabas, si estabas delante o detrás, si antes o después, si bien o mal… Allí uno estaba metido en un auténtico maremágnum. Había que salir afuera y conocer o ir conociendo todo aquello, convertirlo en fragmentos asimilables, dividirlo en causa y efecto, en bueno y en malo… Así que vino en nuestra ayuda la serpiente y nos dio a comer del árbol de la ciencia, del fruto que nos haría comprender qué estaba bien y qué estaba mal, y que condujera nuestra ingrávida vida celestial a este ámbito de resistencias, rozamientos y dificultades que nos obliga a ir poniendo cada cosa en su sitio.
A lo otro, a lo que se quedó detrás del velo, al ápeiron, es a lo que Carl Gustav Jung, mejor que Sigmund Freud, llamaba “lo inconsciente”, aunque valen las instrucciones de este último según las cuales podríamos entender que estamos en la vida para “hacer consciente lo inconsciente”. Jung amplió la idea: “La totalidad inconsciente me parece (…) el propio spiritus rector de todo suceso biológico y psíquico. Aspira a realización total, es decir, a devenir completamente consciente en el hombre. Devenir consciente es cultura en el sentido más amplio y autoconocimiento”. En este mismo sentido, María Zambrano decía que “inicialmente la vida es como un sueño (…) Se sueña sin saber, sin ver”.Y que “buscamos saber lo que vivimos (…) ‘vigilar el sueño’ ”, porque en el origen, allá donde todo era uno, infinito e inconsciente, efectivamente, no éramos más que sueño, y por eso, “todo lo que el hombre quiere primero lo sueña”.Ese llevar el sueño a la vigilia también equivale a salir de nuestro yo profundo, de nuestro ser interior, de nuestro inconsciente, y llevarlo al mundo real, supeditarlo a la realidad externa. Ortega y Gasset decía: “La vida es precisamente un inexorable ¡afuera!, un incesante salir de sí al Universo (…) Es (el hombre) un dentro que tiene que convertirse en un fuera”. Y Zambrano le ratificaba: “La realidad llama a la existencia, al salir de sí”.
La insaciabilidad es la huella que dejó en nosotros, seres reales, el irreal infinito del que procedemos. Pensando en ella, decía también Ortega: “El hombre es un sistema de deseos imposibles en este mundo”. En consecuencia, el objetivo de la vida es, para empezar, conducir los deseos hacia la realidad, hacer aterrizar lo imposible en el reino de lo posible. Porque, decía asimismo María Zambrano, “el simple anhelar es por esencia destructor”, y “toda forma está envuelta en límites. Si se rompe por completo el límite, la forma desaparece, no se es nadie, no se es alguien”. La solución la veía Kierkegaard en “amar lo finito con un ansia infinita”. Todo lo cual nos debería ayudar a entender esto otro que Jung, un poco confusamente, decía: “El sentimiento de lo infinito sólo lo alcanzo, sin embargo, cuando estoy limitado al máximo. La mayor limitación del hombre es la persona; se manifiesta en la vivencia ‘¡yo no soy más que esto!’. Sólo la consciencia de mi estrecha limitación en la persona me une a la infinitud del inconsciente. En esta consciencia me siento a la vez limitado y eterno (…) Al saberme único en mi combinación personal, es decir, limitado, tengo la posibilidad de tomar consciencia también de lo infinito”. En suma, según Zambrano, “la infinitud de la vida se insinúa y concreta en una forma, que es un sistema”, que es algo finito. Ortega creaba esta hermosa imagen para expresar las exigencias que nos impone el principio de realidad a los humanos, a pesar de la insoslayable vocación que nos sigue empujando hacia lo infinito: “Somos todos, en varia medida, como el cascabel, criaturas dobles, con una coraza externa que aprisiona un núcleo íntimo siempre agitado y vivaz (...) El trino alegre que hacia fuera envía el cascabel está hecho por dentro con las quejas doloridas de su cordial pedrezuela”.
La historia misma del hombre va siendo el camino que conduce desde los aledaños del infinito, del ápeiron, hasta el mundo real, el que secuencia las cosas y se atiene a las relaciones de causalidad. Lo más antiguo entre nosotros fue la magia, en donde el milagro cumplía las funciones que en las sociedades avanzadas asume el esfuerzo. “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”, nos anunció el mismo Dios cuando, al salir del ápeiron, nos señaló el camino de la realidad. El milagro, o incluso los fenómenos paranormales, que suelen darse asociados a alguna clase de patología mental, son el residuo que queda de aquel modo de ser del hombre en el que regía la magia, es decir, lo inconsciente. Decía Jung a este respecto: “Lo inconsciente nos ofrece una posibilidad al transmitirnos algo o aportarnos datos significativos. Afortunadamente es capaz de comunicarnos cosas que nosotros no podemos saber por lógica alguna. ¡Piensen ustedes en los fenómenos sincrónicos, en los sueños premonitorios y en los presentimientos!”. Los fenómenos sincrónicos, las premoniciones o los presentimientos vienen a recordarnos que, efectivamente, venimos de una realidad en la que todo se daba a la vez. De allí salió la vida. Y salió con una misión: descubrir la realidad, las dificultades, la pesadumbre de los cuerpos… el esfuerzo. Como el mismo Jung concluye: “La tarea del hombre debería consistir precisamente (…) en llegar a adquirir consciencia de lo que le impulsa desde lo inconsciente”. Dejar, pues, de esperar que los milagros (¡que, por supuesto, existen!... incluso hoy tienen lugar versiones suyas laicas, como que te toque la lotería) nos devuelvan al estado de ingravidez uterino, al reino de lo ilimitado, a la inconsciencia, y adentrarnos en ese otro mundo que irrumpió impetuosamente a partir del Renacimiento y que está regido por el principio del esfuerzo.