La realidad es el conjunto de obstáculos que se oponen a nuestra intrínseca propensión hacia el delirio, hacia ese error necesario, como lo llamaba Carlos Castilla del Pino. Necesario porque, como dice Cioran, “sólo se puede respirar en lo más hondo de la ilusión”, hasta el punto de que, para defender esa ilusión, ese delirio, estamos dispuestos a destruir “las crueles certezas que nos acechan”, incluso “(a embestir) contra las verdades”. De modo que convertimos la vida, en el mejor de los casos, en una sucesión de intentos de acoplamiento de nuestros delirios o ilusiones constitutivos a la realidad. En tiempos en los que ser español era algo importante y que prometía aportar contenidos suficientes con los que poder llenar la vida de experiencias enaltecedoras, Miguel de Cervantes imaginó para Don Quijote unos delirios de grandeza que sobrepasaban la realidad por su lado podríamos decir que superior, aquel en el que un simple hidalgo se dedicaba a soñar con heredar la corona de un rey tras casarse con su hermosísima hija y después de hacerse merecedor de tal destino, ya que no por linaje, sí por los grandes servicios prestados en las muchas batallas y enderezamiento de entuertos que tendría la oportunidad y el honor de prestar a ese rey al que acabaría heredando. Eran estos, sobrecargados de energía, los tiempos que el mismo Cioran evocaba cuando, en otros suyos ya declinantes, reflexionaba de esta manera: “Silencio nocturno en los jardines del Sur… ¿Sobre quién se inclinan las palmeras? Sus ramas parecen ideas fatigadas. En otro tiempo, cuando en la sangre llevaba más alcohol y más España, mi furia las habría hecho volverse hacia el cielo, mi pasión habría enderezado su cansancio terrenal y los latidos de mi corazón las habrían empujado hasta la proximidad de las estrellas”.
Dos siglos después, en España había ya más tribulación y bastante menos autoestima. La invasión napoleónica había dejado en nuestro país unas consecuencias desastrosas, prolongadas en penuria por los lamentables efectos de la vuelta de Fernando VII al poder. Por entonces, Goya sobrepasó con su arte la realidad por su lado más tenebroso cuando plasmó sus delirios en las pinturas negras o en los grabados que realizó, en los que vino a expresar, incluso literalmente, que cuando uno se pone a soñar, lo que hace en realidad es producir monstruos. Estaba así Goya inaugurando entre nosotros la era del desánimo, del nihilismo, de la desorientación, una era en la que se han hecho compatibles un gran avance científico y técnico con la sensación de no saber a dónde vamos o, aún peor, de que no vamos a ningún sitio. El biólogo Jacques Monod dejó plasmado tal estado de ánimo en estas palabras que transcribió en su emblemático libro “El azar y la necesidad”: “El hombre sabe al fin que está solo en la inmensidad indiferente del Universo, de la cual ha emergido por azar. Así como su destino, su deber no está escrito en parte alguna. A él le toca escoger entre el Reino y las tinieblas”. Obligado, pues, a elegir lo que ha de hacer con su vida en vez de simplemente acatar mandatos de autoridades que le trascendían, el hombre no ha superado su etapa de tinieblas y perplejidad, y o bien se refugia en sucedáneos de aquella trascendencia que antes le guiaba y que, como los totalitarismos que asolaron el siglo XX o aun hoy siguen haciendo los nacionalismos, le prestan una impostada y alucinatoria sensación de finalidad y sentido, o simplemente se deja decaer en el a fin de cuentas balsámico regazo del nihilismo, de la sensación de que a nada se está obligado salvo a los fragmentarios requerimientos del día a día, a la espera de que llegue esa fase drásticamente resolutiva que es la del olvido definitivo.
Pero no es cierto que si nada ni nadie nos empujan u obligan a ir a sitio alguno, si no existe una finalidad preestablecida que acoja nuestros destinos particulares, de ello se deduzca que no hay ningún sitio a donde ir. La finalidad, el sentido que necesitan nuestras vidas para merecer ser vividas pueden, efectivamente, constituir el núcleo del componente de delirio que traemos con nosotros cuando nacemos, y que busca cómo aterrizar en el (al menos aparente) absurdo, azar, falta de sentido que rige la marcha del Universo. Pero rendirse a ese absurdo no es la opción. Lo que el hombre trae consigo en el envoltorio de eso que a menudo parece simple delirio es una misión, la de añadir sentido allí donde no lo hay, poner orden y finalidad en un mundo que se muestra para empezar indiferente, cuando no hostil, a esas necesidades morales nuestras. Los hombres hemos venido al mundo no para subsumirnos en su absurdo constitutivo sino para redimirlo de él.