Revista Opinión
En el balneario de lujo de la ciudad suiza de Davos-Klosters se reúnen cada año las élites mundiales de la política, las finanzas y los negocios junto a intelectuales de renombre, representantes de medios de comunicación, directivos de organizaciones no gubernamentales u organismos internacionales y otros miembros destacados de la sociedad civil para discutir cómo mejorar el mundo. Ardua tarea. Sólo se participa por estricta invitación, por lo que no asiste quien quiere, sino quien puede… ser invitado.
Esta edición, que acaba de celebrarse del 23 al 26 de enero, del Foro de Davos, como se conoce a esta cumbre económica mundial, ha reunido en tan paradisíaco lugar alpino a más de 3.000 personalidades procedentes de 110 países, entre las que destacan por su popularidad más que por sus virtudes Donald Trump, Angela Merkel, Emmanuel Macron, Antonio Guterres (Secretario General de la ONU), Cristina Lagarde (Presidenta del FMI) y el rey de España Felipe VI, además de poderosos ejecutivos de empresas, magnates de los negocios, economistas, emprendedores y gente de la cultura. Tanta es la concentración de afortunados en dinero en vez de ideas que Branko Milanocic, economista estadounidenses de origen serbio especialista en desigualdad, describe el encuentro como el lugar en el que “nunca en la historia de la humanidad la riqueza por kilómetro cuadrado fue tan alta”. Y es que son muchos los pudientes y poderosos que se congregan en la cumbre del Foro de Davos, desde que comenzara a celebrarse allá por el año 1971, que más que un foro aquello se asemeja a un club de ricos, como los círculos mercantiles y ganaderos que proliferan por España, donde los señoritos discuten de sus fincas, negocios y aficiones, aparte del fútbol y las mujeres, naturalmente. En cualquier caso, se trata de una iniciativa independiente, sin ánimo de lucro y no vinculada a intereses políticos o nacionales (que se sepa), en la que por espacio de cuatro días se desarrollan apretadas sesiones para que los ponentes expliquen sus ideas y hagan propuestas que luego, al no ser vinculantes, se guarden en el cajón de los buenos propósitos de difícil cumplimiento. Pero, por lo menos, hablan entre ellos y se relacionan. Y hablar, hablan de todo.
Bajo el lema “crear un futuro compartido en un mundo fracturado”, los reunidos abordan infinidad de asuntos, desde la economía y el comercio, la educación y el clima, la democracia y la igualdad, la pobreza y los riesgos económicos, hasta la inteligencia artificial y la tecnología y un sin fin de materias más. Cada cual aporta su manera de resolver el problema que le agobia o del que se considera conocedor cualificado, aunque las resoluciones adoptadas y las propuestas implementadas desde tan selectas tribunas apenas se materialicen en hechos concretos en los países de los participantes. Ni siquiera la de reducir la brecha de género, a pesar de que en esa cumbre la presencia y la relevancia de las mujeres fue manifiesta. Sólo faltó Mariano Rajoy y su comentario “no nos metamos en eso”, sobre la brecha salarial entre hombres y mujeres, para evidenciar lo lejos que queda conseguir una sociedad caracterizada por la igualdad.
En la cumbre de Davos también se abordó por parte de algunos mandatarios cómo cumplir con los compromisos del Acuerdo climático de París, acuerdo que abandonó el país más contaminante del mundo, EE UU. Era la primera vez que su presidente, Donald Trump, asistía a un cónclave internacional proclive a la globalización y el multilateralismo como vías para lograr entre todos ese mundo sin fracturas. Y fiel a su obsesión, se limitó a explicar en quince minutos su consigna del “América first”, empeñada en el aislacionismo y el proteccionismo, todo lo contrario de lo que allí se preconizaba. Eso sí, le sirvió la ocasión para mostrar su apoyo a la retirada del Reino Unido de la Unión Europea, a la que amenazó con imponer nuevos aranceles a la importación e iniciar una guerra comercial, y saludar efusivamente a Benjamín Netanyahu, con quien se alinea incondicionalmente en su política sionista de colonizar cada vez más territorio palestino (Cisjordania) y quebrantar el estatus especial de Jerusalén al declararla capital indivisible de Israel. No podía esperarse otra cosa del ínclito presidente norteamericano.
Ni del rey de España, que hizo una alabanza de la democracia y del Estado de Derecho que iba destinada a los independentistas de Cataluña, de los que ningún representante figuraba en el Foro para escucharle. Y es que allí se va a lo que se va, a soltar el discurso que al ponente de turno le convenga, aunque a nadie de los reunidos interesa. Esa es la característica más extendida de lo abordado en el Foro de Davos: o bien propuestas utópicas de imposible aplicación, o bien propaganda para consumo interno en el país del conferenciante. Y, junto a ello, muchas relaciones sociales e intercambio de impresiones entre los invitados, que así pueden abordar asuntos de interés bilateral o de relevancia internacional sin el corsé de reuniones protocolarias u oficiales.
De esta última cumbre no ha emergido ninguna propuesta concreta para “mejorar el mundo” ni ninguna idea novedosa sobre cómo compartirlo con equidad y justicia sin que cada cual se atrinchere con los privilegios en su aldea estatal. El mundo continuó, así, igual de fracturado que cuando comenzó el Foro de Davos, porque nada de lo dicho en sus tribunas ha servido para materializar sus propuestas en hechos concretos. Pero todos hablaron, se saludaron y ocuparon la atención de los medios de comunicación del mundo entero durante una semana. Para eso sirve el Foro de Davos.