Parecía que aquel sería uno de esos días en los que la intensidad amenazaba con desbordarla. Desde primera hora de la mañana se había fijado en el color gris panzaburra de las nubes que habían dejado al descubierto las primeras luces del amanecer. Además, había pensado un par de veces en él, en su risa, en la manera en que pronunciaba su nombre, siempre como si utilizase el vocativo seguido de una coma invisible. Había días que sentía que el finísimo y largo hilo de cometa que les unía amenazaba con tronzarse o liarse, e intentaba no pensar en ello, porque al fin y al cabo no eran más que corazonadas o sensaciones de esas que alarmaban su piel de repente y le daban qué pensar. ¡Tanta sensibilidad a veces era irritante!. Claro que, bien pensado, si no se siente, ni se pronuncian palabras que brotan de algún lugar ilocalizable señalando con un dedo, o si se deja que el tiempo cicatrice los costurones que van apareciendo en nuestro corazón y que conforman nuestra geografía, entonces, ¿de qué nos sirven las palabras?. Tan distintos y tan iguales en las cosas que de verdad mueven el mundo, el de ella al menos.
“Huele a frío de nieve. Tengo que contárselo, decirle que el viento me dejó en la cara un rastro del frío de mi Norte, de mis montañas. Que respiré profundamente para llenar mis pulmones con ese frío que añoro y sentirlo subir y bajar cada vez que respiro. Se que a él también le gustaría abrir la ventana, asomarse a este cielo de nubes grises ligeras que recorren el cielo de este día de diciembre y escuchar a la abubilla cantar con parsimonia su canción de lluvia mientras se escucha de fondo la llamada del campanil del convento “.
Y lo hizo. Su Vida, la de ella, es más Vida cuando comparte esas pequeñas cosas con quien quiere. Si no, ¿ de qué valen las palabras ?.
© Imagen: Pumar59
De la sección de la autora para "Curiosón".
"Mi dios de las pequeñas cosas" ©Margarita Marcos 2016