Revista Cultura y Ocio
Amar a otros es fácil. Demasiado fácil. Nos programaron para creernos hechos a la medida de no se sabe quién. Reímos leyendo historias antiguas sobre mitades andróginas que se buscan en un lío de brazos, piernas y cuerpos redondos, reímos y cerramos el libro y vivimos como si hiciéramos algo distinto. La felicidad, nos aseguraron, tiene otro nombre y otros apellidos. Salid afuera, id a buscarla, nos ordenaron, y no volváis sin ella. Luchad por alcanzarla y luchad aún más por conservarla, aunque os vaya la vida.
Entender el amor a uno mismo es difícil. Demasiado difícil tras siglos de obediencia y de humildad mal entendida, como la del futbolista, que no se la cree nadie. Llevamos sobre los hombros siglos de consignas equivocadas y no nos damos cuenta de cuánto pesan, de que nos rompen los huesos. Soltar todo ese lastre duele, vaya si duele. E incomoda. Y cabrea. Mucho. Porque no hay nadie contra quien poder lanzar todo ese peso y gritarle por qué me has estafado todos estos años, por qué me has llenado de mentiras, por qué me has llevado tan lejos cuando el camino era más corto y llevaba a otro lugar, ése que era sólo mío.
Un día te miras al espejo y tus ojos te dicen que la felicidad tiene un nombre que es el tuyo, y tus apellidos. Ve a buscarla, susurran, y no vuelvas sin ella. Y cuando la encuentres lucha por conservarla, y tómatelo realmente en serio, porque te va la vida, la tuya, la de verdad. La que pensaste que no era importante, no más que, no tanto como. La que dejaste un día olvidada en un rincón que iba llenándose de polvo y que está ahí, todavía, esperándote. Cuando llega el día en que te miras al espejo ya no te preguntas quién va a quererte para siempre. De hecho, siempre supiste la respuesta.