El miedo es una reacción ante un peligro presente, inmediato. Lo compartimos con todas las especies. La angustia es más propia de los humanos, un temor ante una situación indefinida, amenazante y vaga, que puede ocurrir o no. Según el padre del conductismo, John Watson, los niños pequeños solo manifiestan dos temores: perder el apoyo y caer o ante los ruidos fuertes. Un ruido fuerte nos puede causar un sobresalto inmediato. Perder el apoyo puede tomar formas más sutiles y angustiosas.
Erich Fromm recomendaba dejar que los niños y niñas fueran espontáneos. Creía que permitir esa espontaneidad devendría en adultos productivos. Pero el niño no solo es espontáneo, es un ser en busca de orientación. Mira a los padres o encargados para ver qué se debe temer, qué se puede hacer o cómo actuar. Los otros se convierten en su respaldo emocional. Cuando crecemos, a pesar de estar a kilómetros de distancia de una persona que ha sido nuestro respaldo emocional, nuestra guía, la noticia de la muerte de ese sostén nos puede causar angustia y mareo. Simbólicamente nos caemos porque quien era el cimiento de la vida ya no está.
El gran psiquiatra Alfred Adler, rival de Freud y creador de la psicología individual, observaba atentamente a las personas que llegaban a su consultorio. Si se recostaban en las paredes o las puertas, eran pacientes que buscaban apoyo en otros, a veces, en sus opiniones para conseguir trabajo, pareja, etc.
La agorafobia, el terror a los espacios abiertos, se debe a la ausencia de lugares en los cuales apoyarse. Sigmund Freud señaló que muchas veces se vencía ese temor obligando al paciente a cruzar una plaza, primero acompañado y luego solo. Pero que esa no era una buena receta porque el miedo tomaba otras formas. El también psiquiatra Viktor Frankl señaló que esa tesis de Freud no contaba con pruebas suficientes y que muchos pacientes superaban sus temores con solo enfrentarlos. Por accidente, halló una receta: la intención paradójica. Conoció a un joven tartamudo que era objeto de burlas en una institución educativa. En ese lugar se iba a representar una obra de teatro en que uno de los personajes era tartamudo. Nadie discutió quién iba a interpretar el papel: el joven objeto de las burlas. Pero este se puso tan nervioso durante la representación que no pudo tartamudear.
A veces lo que más tememos es al miedo mismo. A sonrojarnos, tartamudear o desmayarnos ante una situación y que eso descubra, para siempre, nuestras íntimas debilidades ante los otros. Que rompa la imagen que queremos mantener ante ellos, puesto que estamos divididos entre nuestra voluntad de poder, de parecer siempre fuertes, y el hondo sentimiento de inferioridad que nos recuerda nuestras falencias, según el ya citado Alfred Adler. Viktor Frankl recomendaba desear sonrojarnos o palidecer, según nuestro miedo. Representarse la imagen rota ante los otros, desear que se rompa… En eso constituía la intención paradójica. Para muchos ha sido una buena receta.