Luis Britto García.
1¿Qué hacer contra la corrupción? ¿Cambiar las leyes? ¿Cambiar la cultura? Ante todo, hacer. De nada sirven leyes que no se aplican o valores que no se imponen. Nuestro Código Penal tipifica una impresionante batería de delitos contra la cosa pública ¿Qué tal si comenzamos por aplicarlo?
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A grandes males, grandes remedios. Si la corrupción desborda los mecanismos institucionales, es imperativo fortalecerlos. Desde la mitad del siglo pasado, todos los presidentes venezolanos han tenido Poderes Extraordinarios. De acuerdo con el numeral 8 del artículo 236 de la Constitución, una Ley Habilitante debería conferir al Presidente electo poderes para legislar por decreto, entre otras materias, en la de la corrupción. Vergüenza para quien se oponga.
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Un mal que abarca todos los poderes del Estado debe ser combatido por todos ellos. El Poder Legislativo debería dictar una drástica Ley Anticorrupción. Asimismo, debería ampliar facultades y competencias contra la corrupción mediante reformas puntuales en la Ley Orgánica de la Hacienda Pública Nacional, la Ley Orgánica de la Contraloría General de la República, la Ley de la Administración Pública, la Ley Orgánica de la Administración Pública Descentralizada, la Ley Orgánica de la Fiscalía General de la República, la Ley Orgánica de la Procuraduría General de la República y el Código Penal, entre otras.
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Siembra trámites, cosecharás corrupción. La ocasión hace al ladrón, y el trámite al gestor. No basta con una cosecha de leyes nuevas: se requiere una poda de requisitos y procedimientos inútiles. Ley de Simplificación de Trámites Administrativos en mano, el Poder Ejecutivo debe emprender el estudio del conjunto de trámites exigidos para que cada ciudadano pueda gozar de sus derechos, con vistas a su agilización, eliminación de los innecesarios o redundantes. Se debe lograr la informatización real y funcional de la administración. Nada de informática reposera, de páginas web que nunca abren o se van a dormir la siesta. Mucho menos informática peatonal, que obliga al infeliz ciudadano a empezar el trámite en computadora para concluir llevando una planilla a pie. No estaría de más que una oficina siguiera el irresistible crecimiento de algunas fortunas vernáculas, y llevara un estudio actualizado del movimiento de capitales desde los países vecinos y su posible legitimación en nuestro país.
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El Poder Judicial debe sentenciar implacablemente, aplicar los poderes de la judicatura para vigilar el correcto funcionamiento de jueces y tribunales, y sugerir al Legislativo las reformas legales necesarias, sobre todo en las medidas cautelares, recurso favorito del corrupto y del delincuente financiero para obtener un juicio en libertad que se traduce en fuga permisada.
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La corrupción en Venezuela tiene raíces históricas. Quizá un modo de producción no sea más que un modo de corrupción estabilizado. La Conquista fue una colosal operación de saqueo, que apropió por la fuerza los bienes y el trabajo comunes para beneficio de una minoría ínfima. En la sociedad colonial de castas los cargos se vendían, y su estratificación discriminatoria se prolongó durante la República, dejando como principal recurso de ascenso social la riqueza rápida. La República Oligárquica y otros sistemas mantuvieron esa desigual distribución de la riqueza proveniente del latrocinio. Con la irrupción de la economía petrolera y minera, los bienes e ingresos públicos superan a la economía privada, y surge una hornada de nuevos ricos y nuevos corruptos del tráfico de concesiones y del ordeño del Estado. No se han creado sistemas institucionales jurídicos y contables eficaces para obligar a un manejo pulcro de la cosa pública, e incluso cuando los hay no se aplican, por lo cual algún político señaló que en Venezuela no había motivos para no robar. En fin, así como no hay una sanción jurídica, tampoco la hay social. La única sanción es la colectiva, que termina desplomando el cadáver insepulto en el basurero de la Historia, donde se derrumbó la Cuarta República y esperemos que no concluya la esperanza.
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Terminamos así por donde debimos empezar. El poder más importante es el social. La corrupción declinará cuando sea execrada y no celebrada. Las organizaciones populares deben aplicar la contraloría social, la vigilancia del cumplimiento de sus tareas por la administración y la denuncia de las fallas de ésta. El sistema educativo debe consolidar los valores de la solidaridad, la cooperación y el desinterés en lugar del saqueo. Los medios deben combatir la cultura del latrocinio y de la riqueza a toda costa. De nada valen todas las prédicas educativas ante una narconovela o una manifestación para glorificar corruptos atrapados in fraganti. La corrupción empieza en el espíritu. Un escalofrío nos sacude cada vez que vemos transar principios, mercadear valores o a revolucionarios venderle el alma a oportunistas.