Su ruta era una de las más golosas. La casa de electrodomésticos que representábamos ofertaba calidad-precio y parecía que todo el mundo optase por nuestros productos. Los ingresos por comisiones le habían permitido llevar una vida holgada y comprarse una parcelita, amén de cambiar de coche varias veces.
“Los quemo rápido con tantos kilómetros”, solía decir. No era cierto. Los demás comerciales hacíamos la ruta de pequeños pueblos y, a fin de mes, la distancia recorrida venía a ser la misma que la suya y todos seguíamos con el mismo coche.
Después del funeral, el administrador me dijo que el director general me recibiría el lunes siguiente a las cinco de la tarde en su despacho. Algo rondó por mi cabeza. Pero mi madre, desde chico, me enseñó a no hacerme ilusiones antes de tiempo. Comenté con mi mujer mis premoniciones y ella ni se inmutó. Acostumbrada a organizar la casa con lo que yo aportaba cada mes se sentía a gusto. No era exigente mi Elsa. Ahorraba cuanto podía para darme la sorpresa cada año. “Querido, me decía, nos vamos ir 15 días a Lanzarote…” Yo ponía cara de sorpresa y la apretaba entre mis brazos mientras le susurraba al besarla…eres única mi amor…
Así conocimos juntos destinos “turísticos” que ella lograba después de recorrer todas las agencias de viaje de la ciudad hasta encontrar el “chollo” que la llenaba de satisfacción.
-“Fíjate, de una agencia a otra nos hemos ahorrado casi 240 euros; podemos comprarnos una maleta nueva y los bañadores y dos toallas de playa de esas de terciopelo, que las otras ya están algo raidillas…”
Y seguía ilusionada, acariciando con su pensamiento aquellos euros que tanto placer iban a darnos.
Me ponía triste, he de reconocerlo, saberme incapaz de darle todo aquello que le hubiese proporcionado algo más que un vivir sin escaseces. Acabábamos como siempre, rodando por la cama en uno de esos juegos amorosos plenos de confianza que vienen tras muchos años de matrimonio pero aún hace su entrada la pasión. La verdad es que la vida no nos había tratado mal. Casados desde 19 años atrás, al principio tuvimos algún disgusto porque los hijos no llegaban y mi Elsa no podía entender por qué su cuerpo era incapaz de engendrar. El diagnóstico de varios especialistas coincidió: “matríz infantil”. Sentía pena al dejarla toda la semana sola para realizar mi trabajo. Incluso temí lo peor cuando le dio por comprar pequeños detalles para la “habitación del nene”. El tiempo puso cada cosa en su sitio y la normalidad llegó con paciencia y cariño.
-“Bueno -solía decirme cuando se refugiaba entre mis brazos después de hacer el amor- tal vez es lo mejor que podía ocurrirnos, tú y yo siempre juntos, el uno para el otro, sin que ningún mocoso se interponga entre nosotros”.
Yo le seguía el juego pues ya lo dice el refrán: quien no se consuela es porque no quiere. Pero la suerte cambió nuestra vida cuando el director general me asignó la ruta del difunto Pedro y comencé a “nadar” en la abundancia. Heredé su cartera de clientes y conseguí, con horas extras, ampliar el mercado. Mis jefes estaban contentos. “Habían elegido bien”, el comentario me llegó por varias fuentes. Decidí comprarle un utilitario a mi Elsa para que pudiera hacer la compra cómodamente o moverse a gusto sin depender de mí.
El viernes de aquella semana, en que estrené ruta, me sentía agotado. No tenía costumbre de interrumpir mi viaje de vuelta al hogar, dulce hogar. Pero me impulsó a hacerlo una parada “técnica” y, a la vez, tomar algo que me animase. En realidad aquel club de carretera distaba de mi casa apenas cincuenta kilómetros. Aparqué el coche. El local me pareció confortable, iluminado por luces indirectas, y bien refrigerado. En la barra una joven de cabello largo y piel de ébano servía una copa a un hombre con el que parecía mantener una agradable conversación. Me miró y se movió tras aquella larga barra hasta situarse frente a mí:
-¡Hola mi amor! ¿Qué te sirvo?
Me gustó la cadencia de su voz, dulce, como la canción melódica que acababa de oír en la radio. Luego, al mirarla, no encontré más que hermosura en su rostro y en su sonrisa, en la manera elegante y delicada con que se movía en aquel mínimo espacio, libre entre la barra y la zona que, a su espalda, ofrecía un botellero bien surtido. Dudé un momento. Los agentes de tráfico intensificaban su labor los fines de semana y yo no podía permitirme el lujo de perder puntos de mi carné. Ella adivinó y me dijo:
-Tranquilo, ya me encargo yo…
Y vi cómo sacaba, detrás de otra botella, una llena hasta la mitad, con un líquido cuyo color me recordó el capazo de frutas que, de estudiantes, bebíamos en los guateques.
-No nos dejan servir refrescos, ya sabes, la comisión…Pero siempre me valgo de este truco. Lo bebemos en mi país, de chicos, cuando los padres nos prohíben el alcohol…
-¿De dónde eres?
-Soy colombiana
Le hubiera preguntado muchas más cosas, cómo llegó hasta aquí, si tenía familia, si le gustaba su trabajo…Pero soy demasiado tímido al principio de conocer a alguien. Lo cierto es que volví a casa y ya no pude quitármela de la cabeza. Pasaron tres meses en que repetí, cada viernes, mi parada en el club y, tampoco pude arrancármela del corazón. Me enamoré como un loco. Mi doble vida me hacía fingir ventas al final de la tarde que se complicaban con llamadas telefónicas al cliente fulano o mengano y que me hacían salir de aquella ciudad con tráfico denso que me obligaba a permanecer en caravana dos, e incluso tres horas, las mismas que entretenía mis ojos y mi corazón en aquel lugar que ya se me hacía indispensable. Creo que mi mujer llegó a sospechar algo pero yo me afanaba para que las ventas aumentasen y poder disponer del dinero suficiente para aquella escapada semanal sin que a ella le disminuyese la aportación económica mensual, mucho más generosa.
¿Cuánto tiempo hubiera podido mantener mi secreto? Estaba dispuesto a no perderla y para ello me sentía capaz de todo. Pero las cosas nunca son tan fáciles. Todo fue complicándose hasta hacer que mi tranquilidad y cuanto parecía tener bajo control, se evaporasen de la noche a la mañana.
Un viernes, al llegar al club, ella tenía un pómulo hinchado y observé que cubría sus brazos con una amplia camisa. No pregunté nada y, luego, en un momento en el que sus compañeras se ocupaban de sus respectivos clientes, me dijo que el jefe había comenzado a pegarle porque sus ingresos por copas no eran suficientes y le había buscado varios clientes para otras “actividades”. No necesitó ser más explícita. Me contó que deseaba regresar a su país, que no tenía papeles y que, si alguien la contrataba como empleada doméstica le sería más fácil conseguir dinero para el pasaje. Presentí que iba a quedarme sin ella y no necesité meditar las palabras que salieron de mis labios:
-Tranquila. Yo te resuelvo el problema.
Y, ¡claro que resolví el problema…!
Convencí a mi mujer de que en la pensión en la que me alojaba en mis viajes había una joven que buscaba empleo porque se llevaba mal con la otra chica de servicio porque era más joven y más guapa…Me sorprendió mi mujer cuando dijo:
-Está bien. Ahora ganas más. Creo que voy a permitirme una pequeña ayuda en las labores de la casa.
Y fui a recogerla. La metí en mi hogar sin adivinar lo que me esperaba. A mi mujer le gustó desde el primer día. Y hasta podría decir que la empatía fue mutua. Yo me las prometía felices soñando con ser el dueño de un harén en el que dos mujeres suspiraban por mí.¡Qué necio!
Una tarde, a las pocas semanas de que ella viniese a vivir con nosotros, al volver del trabajo antes de tiempo, las oí hablar en nuestro dormitorio. Se reían del primo que había caído en la red y pagaba sus facturas. Comentaban lo bien que habían planeado la falsa paliza del jefe…Mi mujer añadió:
-Se lo creyó todo el muy tonto! Y pensar que si él no me hubiera regalado el coche no te habría conocido…
-Confieso que cuando te vi entrar en el club, pensé que buscabas trabajo y me dije a mí misma, no está nada mal…
-Trabajo, no, pero tenía curiosidad por conocer el ambiente en el que muchos hombres pierden la cabeza. En este caso, del todo…
Empujé la puerta y las sorprendí desnudas y entrelazadas en juegos de amor. Salí de casa. Me sentía un imbécil. ¿Cómo era posible que aquello me estuviera ocurriendo a mí?
Mi ego personal me impidió llamar a un amigo para desahogarme. Pero contraté a un detective. Obtuve pruebas y las eché de mi casa. Vivo feliz. De vez en cuando, me paso por el club y las veo, afanadas en lograr la recaudación marcada para que el jefe no les ponga la mano encima.
Entonces me siento tranquilamente frente a la barra, y digo a cualquiera de las dos:
-¡Hola, mi amor, ¿me sirves una copa?
Relato premiado en el Concurso de Cuentos de Guardo
SENTIR DE LA PALABRA
Sección para "Curiosón" de Carmen Arroyo.