Revista Cultura y Ocio
Fotografía: Joaquín Ferrer
He de confesar que soy una criatura frágil. A poco que se me violenta, en cuanto me zarandean, me fragmento. Es cierto que eso no sucede mucho. De hecho ha sucedido un par de veces en mi vida, pero sucede de una manera escandalosa y carezco de recursos para controlar el daño que produce. Soy uno de esos bombones caros que guardan su esencia si están bien protegidos, a salvo de rigores imprudentes, mimado en la mano de quien lo anhela. Soy también enamoradizo. Sin haber amado jamás a nadie enteramente, entregando el corazón en el compromiso, no ha habido mujer a la que no haya encontrado alguna faceta de la que prendarme. Incluso las de más hosco trato, las que no despiertan afecto alguno y no exhiben, en su apariencia, encanto remarcable, sacan de mí al hombre galante y me siento en la obligación de cortejarlas. No son protocolos de apareamiento. No entra en mis cálculos, al menos no como punto de partida, encontrar la mujer con la que casarme o la que llevarme a la cama. En mis simulacros amatorios solo anhelo el placer del cortejo, la sencilla trama del amor. Tampoco quiero llegar muy lejos. Cuando observo que alguna de mis piezas de entretenimiento muestran un singular interés en mi persona, zanjo el asunto con alguna salida de tono. Se me dan muy bien las palabras. Las sé manejar al modo en que los jugadores de ajedrez usan las piezas del juego salvo que, en la mayoría de los casos, no persigo dar el jaque mate. Prefiero las tablas. En el juego del amor, en ocasiones, interesa un combate nulo o uno en donde ninguno salga especialmente beneficiado. Por todo esto adoro los hoteles. Una más que liberada situación financiera cuida de que conozca los mejores y sea recibido en ellos con absoluta amabilidad. Soy deliberada y profesionalmente cortés, artificiosamente educado, falsamente encantador. La fragilidad en la que me reconozco y a la que propende mi vacía alma la guardo para los más íntimos. Poseo un par de buenos amigos a los que confío mis aventuras galantes y en los que deposito la confianza de que me entiendan. En ocasiones ni yo mismo lo hago. Me duele cada vez más el acto final en donde acaban las ilusorias partidas de ajedrez que entablo. Duele la soledad como nunca antes había dolido.
No importa mi nombre. En lo que voy a contar los nombres carecen de importancia. Mónica o Laura o Andrea solo son el modo de traerlas al relato. Ni siquiera cuando las traté, en los días hermosos en que se dejaron querer y las quise, indagué en saber si Charlotte era quien decía, si Marta de verdad me amaba tanto como parecía. De las mujeres creo lo que me reconforta, aprecio lo que contribuye a hacer de mis romances una tupida y hermosa tela con la que vestirme. Yo era un hombre feliz, acostumbrado a amar y a perder el objeto amado, hasta que apareció la mujer del café. No sabría precisar con certeza el grado de conmoción que me produjo la forma en qué miró. Solo sé que nadie nunca me había mirado así. Ni siquiera todas esas damas de soltería orgullosa, que esperan al hombre de su vida y que creen encontrarlo en los aduladores, en la gente despreciable como yo. Por primera vez sentí lo que los románticos, no piensen que yo lo soy, nombran como una punzada o como los clásicos representaba con un arquero en posición ejecutiva. El envoltorio del bombón se ha abierto. El papel que lo envuelve y protege ha sido trágicamente retirado. Estoy a la vista. Se me ve el corazón. Vean cómo late. Este es la rendición cobarde de todos sus latidos.
Ninguna palabra que conozca traduce lo que siento ahora que la mujer del café no está. Ninguna, que yo entienda, expresa el roto que padezco. Habrá fragmentos que no vuelvan a ensamblarse. Piezas perdidas. Extensiones mías que campan a sus anchas, a mi alrededor, lampando por encajar, pero dudo que regresen. Sé, no obstante, las palabras con las que comenzó todo.
- No suelo abordar a un desconocido, pero necesito que me preste toda la atención que disponga-
Se la di de inmediato. Puedo ser extremadamente bueno escuchando a la gente. Aprende uno una barbaridad de cosas si presta la atención que se le pide. Permítaseme omitir la parte rutinaria, las frases del protocolo que preceden a lo que de verdad importa. Baste dejar aquí consignado que estaba sola y que no soportaba estarlo. Que la habían dejado y que no soportaba que la dejaran. Que no era la primera vez y que sospechaba que no sería la última. Que su corazón, a diferencia del mío, era débil y que su mundo entero, a diferencia del mío, pujante, libertino, viril y ampuloso, se estaba viniendo abajo. Temía hacer una locura. De hecho la estaba fabricando en su cabeza.
- Si hablo con usted es para que me persuada. Si le cuento todo esto es porque deseo que me convenza del terrible error que estoy a punto de cometer -
Mi frivolidad imaginó a Mónica o a Charlotte o a Inés, algunas de mis últimas conquistas, devastadas por la separación, sobrellevando en soledad, apartadas del ruido de las cosas, el peso del desamor. Pensé en la infusión de goce que sentía cuando organizaba la separación, en la dulce fiebre que me transportaba cuando les explicaba que nuestro amor era imposible y que lo mejor, para ambos, era tomar caminos opuestos. Casi nunca recurría a las mismas palabras. No soportaba que todo ese ardoroso sentimiento de dominio fuese atravesado por una mínima brizna de rutina. Insisto: soy una persona elocuente, me esmero en expresarme con la corrección óptima y sufro, como no podeís imaginar, cuando no doy con el tono adecuado o cuando, por desgana mía o por el concurso ingobernable del azar, siento la atracción amorosa que no fomento y la flecha de la pasión me alcanza. De la mujer del café solo pretendí extender un poco el juego que acababa de practicar con Inés, que debía estar arriba, en la habitación que compartimos esa noche, llorando por el abrupto desenlace. De ella solo quería una prórroga agradable. De mí no sé qué quieren las demás. No soy especialmente hábil en la cama y no tengo un apresto físico que engolosine de primeras. Mis armas proceden de la confianza en la victoria, de cierta indiferencia hacia el resultado de la partida también. Solo es nuestro lo que perdimos, escribió alguien. Pensé, mientras la cortejaba, que se me estaba presentando, a la manera de los amantes jóvenes, una de esas ocasiones en las que nada más hacer el amor uno desea, ebrio de pasión, hacerlo de nuevo. Pensé también en la posibilidad de un cierto esmero en las formas. Abordar a una mujer, después de haber conquistado a otra, previene contra el fracaso. En cierto modo da lo mismo qué cosa salga del asedio, si el júbilo del amor o la pena del fracaso. Ignoro si la mujer, en caso de que alguna ejerza con el mismo ardor el oficio al que he dedicado mis días y, sobre todo, ay, mis noches, posee estas mismas argucias de amante y hace lo que yo, morder, saborear la dentellada y dejar en la intemperie, expuesto al rigor del abandono, la pieza sacrificada.
- No sé qué pretende y tampoco si puedo evitarlo - le contesté, sospechando a qué terrible asunto se refería.
Confieso que no me enternecí. Ya he dicho que soy duro en estas empresas del corazón, que la fragilidad que escondo no se ofrece a la primera de cambio, deseosa de entablar un diálogo torpe con el exterior. La reservo y la mimo, la cuido y cuido de que no me descuide a mí. En mi defensa, añado que no seré el único o que mi falta (unos lo llamarán pecado, otros, más a mi gusto, delito) no es de las que destrozan absolutamente. Digamos que soy bueno en herir a los demás y que, llegado el momento en que observo la extensión y la hondura de la herida, me retiro con todo el tacto que puedo. No procedo como otros de mi bando, el de los malvados tal vez, que se deleitan en la visión del daño que han causado. Prefiero dejar la escena del mal y ni siquiera me entusiasma la idea de revisar mis conquistas. Por no tener, ni tengo una de esas vitrinas (reales o figuradas) en las que guardar los galardones de mi trabajo. No hay en ningún lugar un mechón de pelo, un pañuelo o un broche de mis amadas. De la mujer del café, no obstante, me prendó un anillo. Era de un tamaño descomunal y, a buen seguro, de los que no está al alcance de la mayoría.
- El error que estoy empujada a cometer no tengo que compartirlo con nadie, pero he notado que me ha mirado usted de un modo que quizá...-
- Solo tiene que contármelo. Le aseguro que los problemas, si se comparten, pierden peso. A veces lo pierden del todo...-
La mujer del café me confió su nombre, pero no le presté atención. Me parece ahora que era uno vulgar, sin la resonancia fonética de mi Yvette o de mi Annabel. Si no hay un nombre, no hay una historia, solía decirme a mí mismo cuando comprobaba que estaba yendo demasiado lejos. He ido ahí muchas veces, demasiado lejos, a lugares en donde se está forzadamente, enmascarado, siendo siempre otro. Yo ya no sé quién soy o lo sé de un modo muy primario, muy frágil, muy inapreciable. La mujer, a la que por conveniencia llamaré en adelante así, me contó una historia que yo conocía bien. La habían amado y la habían engañado. Mejor expresado: la habían amado mucho y la habían engañado mucho. En esos extremos, la historia funciona mejor, conculca mejor toda posible bondad en los personajes que la atraviesan.
- Soy una mujer crédula, enamoradiza y adinerada. Si tomamos esas tres cosas de manera individual, no hay por lo que preocuparse, pero si se mezclan, entonces sale una mujer como yo, una a la que los hombres se arriman por la propia naturaleza de los hombres. No es que no sepa una en qué mundo vive, pero el de los hombres me asquea cada vez más, me produce una repulsión orgánica. Será porque me he llevado muchos palos. ¿Tú has dado alguno?- preguntó
- Alguno, pero sin voluntad. Todavía me acuerdo y lo siento enormemente. Es verdad que los hombres somos un poco así como dices. No todos los hombres, por supuesto.- tercié
Sé mentir como casi nadie en este mundo. Esa es una parte de mi oficio. Creo que no lo notó, aunque también creo que le importó poco a quién tenía delante, si la engañaban una vez más o la escuchaban como nadie nunca lo hizo. El caso es que me abrió su corazón y yo lo miré y me enamoré. Escuchen lo que digo: me enamoré. Como lo hacen las nínfulas de los bosques. Como las quinceañeras en un sábado en la plaza del pueblo. Como solo se hace una vez o dos veces en una vida. La mujer tardó más de lo que yo hubiese aceptado en contarme la historia de cómo la engolosinaron y la dejaron. Debió ser un tipo como yo. Conozco unos cuantos. Me faltó indagar un poco más y averiguar quién la había destrozado así. Mientras la escuchaba, pensaba en todas las mujeres a las que fingí entregarles amor y en las conversaciones alrededor de un café que habrían tenido, relatando mi desvergüenza, precisando el modo en que les decía justo lo que esperaban oír. No me sentí mal de inmediato. Tardé casi el mismo tiempo en que ella cerró su narración. Cuando lo hizo, casi tenía las lágrimas al borde de mis ojos. Lloraba de verdad, creía de verdad que mi vida había sido una auténtica patraña. Incapaz de sincerarme, proseguí durante un tiempo mi simulacro galante. Ahora te cojo la mano. Ahora bajo el tono de voz. Ahora le acaricio con toda la ternura del mundo la barbilla. Incluso, cuando se volcó la taza del café en la mesa, sin que nada promoviera ese propósito, le resté importancia. Nada podía distraerme del objeto de mi fascinación. Nada en este mundo ni en ningún otro podía apartarme de la visión maravillosa del amor. Ni siquiera me inquietó que los viandantes, los que afuera recorrían la acera adyacente al frontispicio del hotel, no dejaran de mirarnos. El amor debe ser. El amor es el que hace que brillemos, razoné ingenuamente. El beso que sellaba el idilio no llegó en ese momento. No era capaz. Como si se pudiera traducir la mentira en el roce de los labios. Como si las palabras, en un lenguaje que no entendía, se agolparan en la punta de la lengua y viajaran a la punta de la suya y le contaran que yo era un cabrón, uno de los mejores con los que podía toparse.
Las historias de amor son siempre previsibles. En París, las historias de amor lo son de una manera esencialmente parisina. Hay pocas historias de amor que escondan un giro que no exista ya en otras. La historia de amor de ese café sacaron el hombre frágil de adentro. No el crápula, el que vivía la emoción de crear una expectativa de amor y luego se esmeraba en traicionarla, el coleccionaba parejas rotas. Yo soy el roto, yo soy el traicionado. Fui dejando con humildad el traje de embustero y me vestí con las ropas más sencillas que pude. Vulnerable, franqueable, expuesto. Miré a un lado y a otro por si algo de mis facciones o algún gesto que estuviera haciendo me delatase. En la ilusoria partida de ajedrez había pasado a ser el rey al que asedian y no la torre insidiosa, el alfil sagaz, la reina en su vértigo de sangre. Un hombre con paraguas, que cruzaba delante de las grandes cristaleras del café, pareció fijarse en nosotros. En esos momentos de flaqueza, deseé todo lo que pude intercambiarme por él, contemplar desde afuera la escena en la que yo era la pieza fundamental. Es bueno ser espectador del drama ajeno, pero el propio duele al punto de que no es posible observarlo con el aplomo y la entereza que merece. Se pierde la perspectiva. Yo la había perdido enteramente.
Pudo ser un fin de fiesta formidable a cuenta mía. De haber tenido a mano un biógrafo, le habría suministrado suficiente material como para un tocho memorable. Hay días en los que no existen evidencias de que algo verdaderamente prodigiosa esté a punto de ocurrir. Ningún signo fiable de tragedia o de júbilo. Una turbia e impensable coda a mis romances, pensé. Lo acepté con absoluto aplomo. Temí que no supiese estar a la altura y me comportase como un vulgar mozo al que se le agita el corazón y se le fuga la voluntad, quedando a merced del objeto fantástico de su deseo, pero bastó que me tocase la mano y me mirase como lo hizo para que yo desandara una vida entera dedicada a protegerme y mutara en el ser débil que yo manejaba con tanta habilidad.
- Si tienes habitación en el hotel, podríamos subir. No tiene que pasar nada. Yo no me opondré a que pase, pero no es ése el apoyo que necesito ahora. Solo quiero que me sigas escuchando- sentenció mientras hacía como que se incorporaba, nerviosa, mirando a un lado y a otro, en el temor de que alguien la observara y la reprendiera.
No hicimos el amor inmediatamente. Ni siquiera miró la cama o se comportó a la manera en que lo hacen las mujeres que juegan con los hombres y los turban. A Odette, o era a Adriana, le conmovía que yo rehusase entrar en faena nada más poner el pie en la habitación. Ese ardid las encendía más. Luego era yo el que calmaba el fuego o lo avivaba más. Ahora era yo el encendido, yo el perdido en las incomprensibles redes de la pasión. Lo que hizo fue abrir la terraza, salir al balconcito y dejarse llevar por el ruido de la avenida. No estaba el hombre del paraguas ni se veía, en ese planta tan elevada, nadie a quien reconocer. Bultos. Hormigas afanadas en ir o en volver a sus hormigueros. Amortiguado por la altura, el ruido de los motores, los cláxons ocupando la gris extensión del aire. Me preocupé de que quisiera saltar, ingenuo de mí, elegido para asistir a esa última representación del drama de su existencia. Y buen drama que era. No omitió ningún detalle en la riada de hombres que la malquisieron. Ninguno tan cabrón como éste que te escucha, me dije sin que me oyera. No sabes qué igual soy a los que te violentaron. Tomamos una copa cuando la tarde empezaba a declinar y la luz del cielo, entenebrecido por una juvenil coreografía de nubes, mudaba a un negro clandestino y febril. Bebí más de lo que suelo hacer y reí como nunca hago. Intimé con un ser absolutamente fascinante, una de esas criaturas a las que no les importa irse de este mundo y que entregan su alma entera en los últimos instantes que transitan por él. En ningún momento, refirió que planeara un final con gin tonics, nicotina y risas, pero bebimos, fumamos y nos reímos como si no hubiese otra maldita cosa que hacer y nada en el mundo pudiese importunarnos. Antes de que me diera cuenta, estaba desnuda. Rotundamente desnuda. Un desnudo que yo no conocía. Porque las mujeres a las que había visto en mi cama (o en un servicio descuidado de un restaurante o en un parque a altas horas de la noche) no habían sido observadas de verdad. En ella admiré el busto abundante, la cintura muy estrecha, el ampuloso culo, las piernas larguísimas y el vientre alegremente pronunciado. No era la mujer que se mira hasta el desmayo. Hicimos el amor como si estuviesemos fundando el mundo. Como si Dios, allá en sus oscuras estancias, vigilara ese acto hermoso y lo aprobase y le pusiera un coro arcangélico en el cabecero de la cama para darle más consistencia mística y apresto celestial. No he sido nunca un creyente consciente de su fe, pero imagino que creo y que invité a Dios a mi renacimiento. Porque estaba renaciendo. A cada arqueo de mis riñones, en cada movimiento de mis caderas, renacía. Hasta cuando alcancé el clímax y bufé sin mesura como lo hacen las bestias en la soledad de su barbarie sentí la presencia pristina del Señor. Es la mujer de tus sueños, me pareció escucharle. Cuando desperté, ella no dormía a mi lado. Dios, al que confié mi felicidad, en el que deposité toda posibilidad de redención, se la había llevado.
Cuando me vestí y bajé al vestíbulo, ya no llevaba a Dios en mi cabeza. Presentí que era la primero de muchos días tristes. Los camareros iban y venían con las bandejas, las parejas charlaban animadamente en las mesas, la calle bullía afuera, a través de las grandes ventanas del café del hotel, y la lluvia vestía la tarde del gris de las tragedias. Ningún hombre con paraguas me miraba fijamente. Nadie advertía mi presencia aturdida en medio de la sala. Por un momento, pensé que era un fantasma, pensé que había muerto, pensé que en mi vida entera, como la del loco de la película de Kubrick en el Overlook, saldría de allí, vagando sin misericordia por los pasillos, viendo a los amantes hacer el amor por la noche, asustando a las almas sensibles. ¿Quién sabe dónde están los muertos? Si nos vigilan y participan misteriosamente de nuestras cosas, aunque deseen pasar desapercibidos y solo en muy raras ocasiones se manifiesten. Yo era el manifestado, el fantasma novicio, el espíritu recién incorporado a la doliente travesía de la muerte. El tiempo de los demás ha dejado de ser el mío. La vida de los otros no es en absoluto una de la que yo pueda extraer un beneficio o que me pueda, por una u otra manera, perjudicarme. A salvo de los rigores de lo humano, así iba yo entre las mesas, sorteando a los camareros portando sus atareadas bandejas, oyendo sin ser visto las conversaciones de los clientes, extrañamente lúcido, formidablemente lúcido, como si esta nueva participación en la vigilia de las cosas la apreciese como un regalo de los cielos. Quizá Dios me había convertido en fantasma para soportar el dolor de que ella se hubiese ido. A lo mejor el buen Dios, en el que no creo, me ha invitado a disfrutar de una vida más placentera, dije casi en voz alta, temindo (sin motivo) que el señor de barbita moderna, apurando su café, leyendo la prensa, lo escuchara. Como la cabeza, no deja de rumiar los asuntos de la vida, e imagino que la de los muertos también rumian los asuntos de los muertos, caí en la cuenta de que podría ser, más que una liberación o un galardón, un castigo. Que mi vida como fantasma fuese una sanción por obrar como hice, por romper todos los corazones que rompí, por comportarme como un perfecto hijo de la grandísima puta durante tantos años. El cosmos tiene planes que las criaturas que lo pueblan desconocen, argüí. Enredado en la vastedad del cosmos, en mi nueva condición de aparecido y en la dolorosa sospecha de que el hotel fuese en adelante mi dolorosa cárcel, pasé buena parte de aquella noche. Ni el hambre ni los demás apetitos de antaño me asaltaron. Solo sé que no paraba de pensar, de procesar palabras, de imaginar escenarios, de fatigar arriba y abajo todas las formas posibles de la felicidad a la que podía acceder a partir de entonces. Ninguna me satisfizo del todo. A lo que no dediqué un pensamiento siquiera fue a la mujer del café. Tampoco la creí culpable de mi muerte. La intimidad que compartió conmigo y el cuerpo que me entregó a mitad de la tarde, en una habitación de hotel en la que yo colocaba el centro exacto del universo, no tenían nada que ver con lo que ahora sufría. ¿O sí? ¿Era ella la mano oscura que escribía la trama? ¿Era una enviada de la divinidad, una conjurada a prenderme y conducirme a la prisión en la que moro?
Tuve ocasión de comprobarlo cuando la vi en una mesa, no mucho después de que me dejara, felizmente exhausto, en la habitación. El largo pelo negro sobre los hombros, la misma camiseta de manga corta, los brazos caídos, mostrando una especie de abatimiento. Sola en la mesa, con un distraído café, buscando (ahora lo sé) un nuevo amante al que embelesar y luego, No tardó mucho, la verdad. Era injustificadamente joven, desgarbado, con ese aire de bohemio que pide a gritos una criatura vulnerable a la que salvar de la mediocridad y leerle extensos poemas decadentes. La mujer del café lo reclamó a su manera. Una mirada. Una pregunta irrelevante. Y luego:
- No suelo abordar a un desconocido, pero necesito que me preste toda la atención que disponga-
Algunos días me pregunto qué será del joven incauto. Si se le aplicó la misma vara trágica de medir que a mí. Si logró zafarse del abrazo. Por eso lo busco por los pasillos del hotel, en el vestíbulo, en la cafetería en donde lo vi. Busco un igual. Un fantasma. Tal vez podamos compartir algunas rutinas de las que hacen más llevadera la pena que arrastramos. Porque es grande, la pena. Del tamaño de mis vicios. De ella no he vuelto a saber nada. Calculo que no será este hotel el único en donde practica sus juegos. Tendrá la ciudad llena de fantasmas. Quizá haya un ejército de mantis como ella. El mundo está lleno de criaturas frágiles, de las que al violentarlas o zarandearlas se fragmentan. París es una ciudad que no existe. La veo detrás de las ventanas del café, pero no puedo alcanzarla. Solo aprecio figuras que cruzan las calles. Hombres con paraguas. Niños que corren. Coches que se pierden sin propósito.
posdata al cuento:
Todo surgió de manera casual. Así deben a veces surgir las buenas cosas. La fotografía pedía una historia que la acompañara. Joaquín, que la hizo y montó, me la regaló por completo. Hubo un amigo común, Pedro del Espino, que supo de cómo se iban construyendo los cimientos de esta pequeña (insólita, irrelevante) aventura en el mundo de los blogs, al que soy tan asiduo. También participaron, aportando títulos posibles, Manolo Lara, María Teresa Ferrer, Rafa Padillo, Isabel Huete, Antonio Melgarejo, Miguel Serrano, José Luis González, Ana María Muñoz, Teresa Calvo de Mora, Manuel Delgado Fernández y Aurora López. No tiene que ser la última, Joaquín. He disfrutado más con el empeño que con resultado. La fotografía, la mujer del café, sigue sentada, esperando incautos.