París, otoño del 81

Aquellos días de otoño del 81 resultaron ser en París, la paradójica ciudad de la luz, más grisáceos que nunca. Al menos, así los recuerdo yo, desde que bajé del avión de Air France, que me depositó en el aeropuerto de Orly, con mis insultantes 19 años. Era mi primer viaje a la capital gala, que entonces pretendía conocer. En el Palais du Congrès, ubicado en el distrito XVII, actuaba a finales de aquel septiembre un hombre que acababa de cumplir los 38. Se llamaba y se llama Julio Iglesias. Unos meses atrás, la revista ‘Paris Match’ lo había elegido como cantante más popular, tras lanzar su álbum ‘Hey’ y venderlo por millones en medio mundo. Allí, en la capital francesa, la discográfica CBS se lo agradeció pomposamente y por todo lo alto, como los medios se encargaron de recoger. Recuerdo conectar la televisión, el telediario de la noche, y aparecer Julio, en el saludo, junto al presentador, con un cómplice ‘bonsoir’ y sonrisa de triunfador. Anunció que actuaría junto a una treintena de músicos, la mitad de ellos violinistas, y todos ataviados, como el coro, de un blanco impoluto. Intenté conseguir una entrada, llegándome junto a una amiga mexicana, que en esos días inolvidables hizo de cicerone, hasta el mencionado centro de convenciones, pero mi esfuerzo fue baldío. Las localidades estaban vendidas con mucha antelación pues, con Julio, se había agotado el papel. Mi gozo en un pozo, por lo que me resigné picando algo con mi acompañante en un bistró cercano al bosque de Boulogne.

Al día siguiente, tras desayunar, me dirigí a un quiosco y compré un ejemplar de ‘Le Monde’, donde llamó mi atención que un crítico comparara a Julio con Carlos Gardel. He encontrado en internet aquella pieza de Claude Fléouter, que además era productor y realizador de televisión, en la que se leía que Iglesias era “instintivo, tiene una finura casi animal, una forma de cantar que proviene del corazón, que está vinculada a la sensibilidad latina, que se sumerge en el alma más secreta del ser popular y que alcanza lo universal”. El periodista añadía que, al igual que Gardel nuevamente, “Iglesias tiene un aire de vida y salud para respirar, una sonrisa brillante, encanta a su audiencia con una voz que toma una canción, la desarrolla y la transforma, murmurando, susurrando palabras, luego los golpea antes de invadirlos nuevamente con una languidez de amor”. Y concluía aseverando con rotundidad que el fenómeno Julio Iglesias excedía cualquier crítica. Lo que yo hubiera dado por estar esa noche en una de las butacas del Palais du Congrès, cerca de espectadores como Roman Polanski o Mireille Mathieu. Y ya no digo entrevistarlo y seguirlo por el planeta, tal que hizo un tipo tan exquisito como fuera el berciano Feliciano Fidalgo.

Julio Iglesias acaba de cumplir 75 años y conmemorar medio siglo de carrera. Y lo ha hecho atravesando el que pueda no ser su mejor momento vital. Durante demasiado tiempo, aquí, en su país, a muchos ‘pseudoprogres’ les resultaba ofensivo reconocer que escuchaban sus discos. Julio, en cualquier otro lugar, sería una gloria nacional, un icono, acaso un estandarte al que asirse como ejemplo y orgullo de músico universal. Doy fe de lo que lo querían y respetaban en aquella Francia donde el hierático Mitterrand sucedía al marmóreo Giscard d’Estaing en el Elíseo. Pero no olvidemos que vivimos en España, un país tan pacato con sus artistas que estos casi tienen que pedir permiso para triunfar. Y donde, puestos a reconocer méritos, nos las pintamos como pocos a la hora de celebrarlos con ostentosos funerales, aunque seamos conscientes de que, al final, las obras quedan y las gentes se van. Miren el caso de Mari Trini, nuestra Édith Piaf, a la que ahora pretenden hacer Hija Predilecta en Murcia y a la que, por cierto, en Francia adoraban. Qué detallazo, si no fuera porque murió hace más de 9 años esperando, como ella misma cantara en ‘Déjame’, aquellas promesas y cartas que nunca llegarán. 

[‘La Verdad’ de Murcia. 2-10-2018]