Recuerdo cuando le conocí.
Fue de esas casualidades que tiene la vida y que, con el tiempo, todos llamamos destino o golpe de suerte. No le buscaba y, en realidad, tampoco deseaba que nadie me encontrase, pero apareció para instalarse desde el primer momento en ese rincón donde se atesoran las cosas que siempre recuerdas. Y lo hizo, sin que me diese cuenta.
Apareció con delicadeza y dulzura, tan suave como esos primeros acordes de una canción que hacen que quieras prestarle toda tu atención desde el instante en que comienzas a escucharlos. Y desde entonces me otorga una paz que no consigo encontrar en ningún otro lugar.
Es increíble cómo un pequeño gesto puede remover toda tu alma y tal vez eso fue lo que me enamoró de él. Ver que, a pesar de saber que yo estaba rota, lo único que quiso hacer fue armar un puzzle con las piezas que se iba encontrando, con paciencia. Podría haber escapado mil veces, haber huido hacia otro lugar, buscar un camino más sencillo o acompañar de otros pensamientos sus insomnios y, sin embargo, decidió quedarse a mi lado. Aunque, más que decidirlo, tampoco tuvo elección, ya que cuando dos almas se reconocen la magia hace el resto.
Y así, tras la coincidencia, se fueron sucediendo instantes que para siempre formarán parte de mis recuerdos.
Con él descubrí la complicidad que esconden unas risas que nadie más comparte, porque aunque estuvieran presentes no entenderían; y la travesura de limitarnos a ser testigos, entre bromas, de la torpeza y pedantería ajenas. También descubrí, con la ilusión de los niños ante lo que desconocen, un montón de historias que salían de sus labios y se convertían en leyenda al depositarse en mis oídos.
De su mano, y él de la mía, inventamos, sin saberlo, un idioma hecho de canciones en el que los primeros te quiero se dijeron con acordes, los te echo de menos sonaban a violines y los para siempre danzaban a ritmo de adagio.
Juntos, comprendimos que la fortaleza de uno es proteger la debilidad del otro y que uno más uno son uno cuando se trata de ser pareja. Unidos, aprendimos que sus miedos se calmaban al regarlos con mis locuras y que su calma era lo que mi caos necesitaba para conseguir ser equilibrio, incluso andando por la cuerda floja sobre un abismo.
Y así, día a día, lo que nació vestido de amistad se desnudó siendo amor puro y ya nada tenía el mismo sentido.
Ahora, aunque parezca tontería, para mí el sol sale cuando él me da los buenos días o su día no termina hasta que la luna nos mece mientras nos escucha compartir cómo ha ido nuestro día. Las palabras y los silencios adquieren más valor cuando los compartimos, los chistes son más graciosos cuando es su risa la que comparte su melodía con la mía e incluso en los peores momentos somos capaces de darle la vuelta a todo y hacer que nuestras sonrisas luzcan juntas de nuevo.
Pero no todo ha sido bonito. Pese a mi inocencia, no creo en los cuentos de hadas y las batallas del día a día ponen a prueba todas nuestras defensas y, formando parte del mismo batallón o luchando en bandos enfrentados, la guerra también ha dejado dañadas nuestras almas y hemos aprendido que las heridas nunca sanan si las rozas, incluso para acariciarlas.
Pero seguimos en pie. Le miro, frente a mí, y su sonrisa me sigue pareciendo la obra de arte más exquisita y el modo en que pronuncia cada palabra me seduce como si fuese poesía.
Adoro casi todo de él, aunque a veces le mataría, y la luz de las velas nos acompaña en esta cena en la que las corazas que nos cubren están dispuestas a limar asperezas y la música se ha convertido en nuestra aliada a la hora de firmar una tregua.
No sé por qué escogí este restaurante, pero ahora me parece la elección perfecta, aunque no seré capaz de recordar ni su decoración ni la mesa que ocupamos, ya que su mirada no deja de buscar la mía y yo dejo que la encuentre constantemente porque en su pupila se esconde todo un mundo de fantasía.
Deseo tocarle, pero nuestras manos se permiten echarse de menos y añorar el calor de las otras, mientras son los fríos cubiertos los que disfrutan de nuestro tacto. Entre frase y frase guardamos un cómplice silencio, en el que sus labios se mueren de envidia cada vez que descubre cómo le doy un trago a mi copa, pero también disfruta con una media sonrisa de ver cómo muerdo mis labios de deseo al verle beber de la suya.
Sin apenas darnos cuenta, el restaurante ha ido quedándose vacío y el delicioso tiramisú de nuestro postre ha dado paso a los licores y a las caricias cómplices de nuestros dedos.
De repente, el primer segundo de una melodía acaricia mis oídos y algo dentro de mí se estremece. Él reconoce las notas del piano de Ludovico, a la vez que el deseo en mi mirada, y me ofrece su mano para, sin palabras, invitarme a bailar.
Adoro el modo en que me abraza, aferrándome delicadamente al hogar que se forma para mí entre sus brazos y, por inercia, mi nariz busca su cuello al apoyar mi cabeza sobre su hombro. Acompañando a la música, pero a un ritmo propio, nuestros latidos.
De repente, el silencio y, de sus labios, una frase:
– ¿Paró la música?
Me aparto de él suavemente y, al mirarlo, su rostro ha envejecido a la par que el reflejo de mi rostro en sus brillantes ojos y sus manos arrugadas se ciñen con fuerza a mi cintura. Me sonríe y mis largos, pero ancianos dedos ejecutan un gesto tan repetido como amoroso al recorrer lentamente su barbilla mientras le devuelvo la sonrisa.
Recorro con mis cansados ojos el mismo local de hace veinte años del que, por no recordarla, no podría decir si conserva la misma decoración. Todas las mesas están vacías, incluso la nuestra, y reconozco el menú, repetido, de nuestras dos cenas separadas en el tiempo por muchos años de amor y entrega.
No suena música, pero las ventanas reciben la delicada caricia de unas gotas de agua sobre sus cristales y, sin dudarlo, le beso desde los labios al oído para susurrarle con cariño:
– Amor mío, está lloviendo. Bailemos.
Y, al ritmo de las gotas, nuestro baile continúa en el espacio diminuto entre las mesas en el que nosotros hemos creado, esta noche, nuestro mágico universo.
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