Revista Opinión
PartidocraciaDesde mis años mozos he oído decir que los partidos políticos son consustanciales con la democracia, que sin ellos esta forma de organización social y política es imposible y casi una herejía pretenderla; que los partidos son para la democracia y la libertad lo que el Nuevo Testamento es para los cristianos, la Torá para los judíos y el Corán para los musulmanes. Hemos llegado –entonces– a dogmatizar una afirmación que no por ser nutritiva para los intereses de algunos, resulta cierta universalmente.
El concepto de Democracia ha cambiado poco desde que el ateniense Pericles pronunciara su admirable Oración Fúnebre o Herodoto se refiriera a las tres formas de Constitución: monarquía, oligarquía y democracia; la democracia, billones de veces nombrada en prosa y en verso, encontró su mejor resumen en la sabana de Gettysburg en noviembre de 1863: «el gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo».
El problema fundamental de la democracia en los tiempos modernos reside en la determinación de los mecanismos para que la soberanía popular sea ejercida debidamente; en la Atenas de Pericles, cada ciudadano ejercía de forma directa su representación, es decir, acudía a la asamblea popular, a la ekklesia, y emitía sus opiniones de viva voz, sin intermediación alguna. Con el crecimiento poblacional, esta práctica directa se tornó imposible y fue menester abordar la representatividad, de manera tal que los ciudadanos se hacían representar por un reducido número de ellos; de esta manera nace la democracia representativa o, en otros términos, la soberanía ejercida indirectamente a través de representantes libremente escogidos, sin que ello signifique traslado o disminución de la soberanía residente en todos y cada uno de los ciudadanos.
Recordemos el pasaje de la Oración Fúnebre de Pericles, donde definió la democracia: «Tenemos un régimen político que no se propone como modelo las leyes de los vecinos, sino que más bien es él modelo para otros. Y su nombre, como las cosas dependen no de una minoría, sino de la mayoría, es Democracia. A todo el mundo asiste, de acuerdo con nuestras leyes, la igualdad de derechos en los conflictos privados, mientras que para los honores, si se hace distinción en algún campo, no es la pertenencia a una categoría, sino el mérito lo que hace acceder a ellos; a la inversa, la pobreza no tiene como efecto que un hombre, siendo capaz de rendir servicio al Estado, se vea impedido de hacerlo por la oscuridad de su condición.»
Es impensable la existencia de un régimen democrático donde la soberanía no resida en el pueblo o donde esa soberanía se exprese por mecanismos tan tortuosos que –en definitiva– resulte desviada, diluida o distorsionada. Ante la imposibilidad de volver a las grandes asambleas populares propias de la democracia directa, el foco de nuestra preocupación debe ser la idoneidad de los mecanismos de expresión de la voluntad popular. No basta decir constitucionalmente que la soberanía reside intransferiblemente en el pueblo y dejar al sector político la determinación de los mecanismos para ejercerla; esa dejación se ha ido convirtiendo, con el transcurrir de los años, en la madre de todos los vicios de nuestra política y ha dado paso a la grotesca situación de un pueblo que perdió la dirección de su destino y que resultó esquilmado por propios y extraños, al punto de ver morir a sus niños de hambre en las casas o de mengua en los hospitales.
En este laboratorio de maldades en que se ha convertido Venezuela, vemos como los intereses de los ciudadanos y de sus «representantes» marchan por caminos diferentes. Tristemente podemos decir que el 6D no constituyó un triunfo popular; fueron los partidos apiñados en la MUD los que se hicieron con la victoria y ahora actúan de espaldas al pueblo que, aun sin conocer los nombres de los candidatos, les dio su voto en un acto de fe más propio del mundo religioso que del político.
Hoy, esos legisladores elegidos por las cúpulas de los partidos y votados por el pueblo determinan el peso de los partidos de la MUD, de esos partidos que han tenido la desfachatez de concurrir a un diálogo frontalmente rechazado por la gente y de aceptar el papel de contrafiguras en este sainete político llamado revolución.
Dulce María Tosta @DulceMTostaR
[email protected]://www.dulcemariatosta.com
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