La sociedad española está cambiando y millones de ciudadanos, antes orgullosos de lo que creían que era "su" democracia, ahora se cuestionan a los políticos y a sus partidos y empiezan a señalarlos como los grandes obstáculos para la regeneración y la peor pesadilla para España. El comportamiento de los políticos y de sus partidos es tan indecente que cada vez hay más personas que cuestionan el sistema y se preguntan si su voto tiene alguna utilidad. ---
La realidad española es, probablemente, el alegato contra los partidos políticos mas potente y convincente del mundo occidental. En ningún otro país el desprecio ciudadano a los políticos y a sus partidos es tan profundo. En España, las encuestas derraman sobre la clase política tanto oprobio y desprecio que deberían provocar que el sistema tuviera que ser reseteado, que se redactara una nueva Constitución y los actuales partidos fueran sustituidos por otras formaciones nuevas, mas decentes y democráticas.
Algunos creen que los partidos políticos nacieron con la democracia y que son la parte mas esencial del sistema. Se equivocan porque la esencia de la democracia es el ciudadano, despreciado y anulado en España. La historia refleja precisamente que los partidos, durante muchos siglos, fueron considerados como el principal obstáculo para la vigencia de la libertad y el funcionamiento del sistema democrático.
Los orígenes de los actuales partidos políticos se remontan a la Roma republicana. Entonces se denominaban “factio” y los autores lo describían como un grupo político perturbador y nocivo destinado a “facere” (hacer) “actos siniestros”. La palabra “partido” proviene también del término latino “partire”, que significa “dividir”, pero este término no adquiere significación en la política hasta el siglo XVII, aunque entonces su significado se acercaba más al concepto de “secta”. Refiriéndose a los partidos, Maquiavelo decía que esas “partes” llevan a la ciudad hasta su “ruina”. Montesquieu, en “El espíritu de las leyes”, condena lo que representan las “facciones”, por entonces todavía escasamente diferenciadas de los “partidos”. Bolinbroke afirma que “los partidos son un mal político y las facciones son los peores de todos los partidos” y “los partidos dividen a un pueblo por principios”. David Hume es todavía más duro en su juicio: “las facciones subvierten el gobierno, dejan impotentes a las leyes y engendran las mas feroces animadversidades entre los hombres de la misma nación”. Pero Hume ya utiliza el término “partido” cuando dice que “los partidos raras veces se encuentran puros, sin adulterar” y “los partidos basados en principios, especialmente en principios abstractos y especulativos, sólo se conocen en los tiempos modernos y quizá sean el fenómeno más extraordinario e inexplicable que se haya dado hasta ahora en los asuntos humanos”. Sin embargo, es Edmund Burke el primero en aventurar una definición de partido: “Un partido es un cuerpo de hombres unidos para promover, mediante su labor conjunta, el interés nacional sobre la base de algún principio particular acerca del cual todos están de acuerdo”. Burke comparte el desprecio filosófico por las facciones políticas, pero sitúa a los partidos en una dimensión superior cuando sostiene que “Esta generosa ambición de poder (la del partido) se distinguirá fácilmente de la lucha mezquina e interesada por obtener puestos y emolumentos (de las facciones)".
La imagen de los partidos ni siquiera mejora durante la Revolución Francesa, cuyos líderes, siempre enfrentados y en lucha fratricida, fueron unánimes al condenar a los partidos políticos, hasta el punto de que la principal acusación que se “escupían” unos a otros era de la “chef de partí” (jefe de partido), un “delito” que, en aquellos tiempos, algunos pagaron con la cabeza guillotinada. Dantón advertía: “Si nos exasperamos los unos contra los otros acabaremos formando partidos, cuando no necesitamos más que uno, el de la razón”. El juicio de Saint Just es durísimo: “Todo partido es criminal” y “Al dividir a un pueblo, las facciones sustituyen a la libertad por la furia del partidismo”. En general, para los patriotas franceses, los partidos y facciones eran considerados como una conspiración contra la nación.
Los padres fundadores de la nación americana, la primera creada bajo los más exigentes cánones de la libertad y los derechos de la época, no tienen mejor concepto del partido político. Madison consideraba a las facciones “contraria a los derechos de otros ciudadanos o de los intereses permanentes y agregados de la comunidad”, mientras que George Washington, en su “Discurso de Adios” de 1796, afirma: “La libertad... es de hecho poco más que un nombre cuando el gobierno es demasiado débil para soportar los embates de las facciones... Permitidme... advertiros del modo más solemne en contra de los efectos nocivos del espíritu del partido”. El criterio de Thomas Jefferson se parece al de Bolingbroke y considera al partido como una “amenaza” para los “principios republicanos”.
En honor a la verdad, esa cautela y prevención frente a los partidos jamás ha dejado de existir en la cultura política occidental, aunque también hay que admitir que, desde mediados del siglo XIX hasta hoy, los partidos se han desarrollado mucho más en el terreno práctico, convirtiéndose en las piezas esenciales del sistema, que en el terreno teórico, donde siguen faltando análisis que expliquen su inesperado e invencible asalto del poder democrático. Ostrogorski, en 1902, para evitar los males de los partidos, proponía sustituirlos por ligas flotantes que se disolvieran después de cada elección, dejando libres y sin ataduras a los electos. Michels también se declara desalentado ante el carácter “antidemocrático” y “oligárquico” de los partidos. Casi con unanimidad, los autores siguen advirtiendo del peligro. Sartori, por ejemplo, dice que “Los impulsos de búsqueda del poder por parte de los partidos son constantes” y también que “el político de partido está motivado por el egoísmo más primario”. Sartori pretende cubrir algunos de los evidentes huecos teóricos al afirmar que los partidos son distintos de las facciones, que son parte de un todo político y que, como conductos de expresión, su misión fundamental en democracia es transmitir a las autoridades, con solvencia, los deseos del pueblo. Sin embargo, el autor admite que “más que expresar y reflejar la opinión pública, configuran, y de hecho manipulan, la opinión” y, en otro momento, que “la representación es perfectamente concebible y posible sin partidos”, criterios autorizados que dejan muy mal paradas a estas formaciones que se han convertido, gracias a su ambición y capacidad de maniobra, en la columna vertebral de las democracias.
Los partidos políticos, tal como los conocemos ahora, ni siquiera tienen un siglo y medio de vida. Son un producto tardío de la revolución industrial que no llega a encontrar condiciones favorables hasta que se consagra el derecho al voto. Pero en ese corto espacio de tiempo han conquistado la democracia y el Estado, convirtiéndose, de facto, en las instituciones más poderosas de nuestro tiempo.