Nada hay más triste que un pasaporte sin sellos, virgen de visados, amarilleando en el cajón de los sueños que siempre son pospuestos por la horrible rutina.
Un pasaporte que se expide con la ilusión de conocer otros mundos, otros tonos en la puesta de sol, de volar hacia una vida nueva o escapar de la realidad cotidiana durante unos días, no merece ser aplastado por el polvo del olvido.
Ese papel que nos supera, que vale más que nosotros mismos en cuanto cruzamos el umbral de las fronteras que creemos que nos protegen. Ese papel se convierte en un ente superior, en la demostración de que somos alguien y de que estamos más allá del quicio de nuestra propia puerta. Ese papel, es el documento que certifica que caminas por el mundo arañando pasos a la vida.
Esa carta a los reyes magos de los viajes no puede quedar en el olvido cuarteándose, lamentando no recorrer los cuatro puntos cardinales para reír abiertamente diciendo: sí, yo estuve aquí, y aquí también. Y atravesé desiertos de sueños y mares de problemas para pisar tierras ignotas.
Resucita tu pasaporte, deja que él te guíe a países remotos, a culturas extrañas, a disfrutar de puntos de vista diferentes. Deja que tu pasaporte te ensanche la mente y te haga crecer como persona.
No dejes que la añoranza de los viajes perdidos lo extravíe bajo una legión de facturas y no dejes que te sobreviva incólume. No permitas que un día alguien herede tu pasaporte y al mirarlo intacto, sin sellos, sin kilómetros de vivencias entre sus hojas, musite “qué pena”.