El paso del tiempo es un lujo inevitable que valoramos al hacernos mayores. Cuanto más rápido pasa el tiempo, o sea cuanto mayor te vas haciendo, menos te preocupa en qué ocuparlo (redundando en la ocupación preocupante). La propia vida te ralentiza o, por el contrario, te sumerge en una vorágine de actividades y obligaciones que ocupan tu escaso tiempo libre.
Me encanta la palabra “pasatiempos”. La entiendo como sinónimo de “no tener nada que hacer” o “dolce far niente”, que es una expresión italiana mucho más sofisticada para decir que estás vagueando.
Cuando pienso en «pasatiempos» me transporto a los largos veranos de la adolescencia.
Vacaciones eternas y ociosas.
Tumbarte a la sombra a leer un libro de la biblioteca de tu abuela, escuchando “los 40 principales” en la radio (soy previa a Spotify).
Extender tu toalla en la arena de la playa, al lado de tus amigos y hacer planes mientras te achicharras. Por cierto, no entiendo como podía ir a la playa sin mi hamaquita plegable; algo que también es inevitable y consecuencia de la edad y de los malos hábitos posturales.
Los verdaderos pasatiempos de aquellos veranos, junto con los solitarios de naipes, eran los crucigramas y autodefinidos. Reconozco que sigo comprando cada verano la revista «Quiz» como sentido homenaje a los estíos juveniles. Al llegar septiembre, la acabo tirando en el contenedor azul sin haber conseguido rellenar el enorme autodefinido especial de vacaciones.
Tarde o temprano, empieza la vida real, o la no vida, según lo queramos interpretar: trabajo, familia, obligaciones, cansancio, lavadoras, problemas… y el poco tiempo que te queda libre lo pasas organizando la siguiente actividad. Dicen que eso es madurar, aunque a veces se hace pesado.
Los pasatiempos evolucionan y se convierten en un intento de desconexión (no pienso utilizar la palabra mindfullness, porque creo que está muy sobrevalorada) para olvidar la vida. Es todo demasiado absurdo como para intentar encontrarle explicación.
Mis pasatiempos consisten en leer (sobre todo) y escribir. Desde siempre, desde que los cuentos de Grimm me parecían maravillosas historias de princesas y no extrañas crueldades infantilizadas.
Viajar podría ser otra de mis distracciones, pero habría que crear una subcategoría: pasatiempos que requieren dinero y días de vacaciones. Viajar es un pasatiempo con el que sueño mientras paso el tiempo escribiendo, leyendo y parece ser que redundando (hoy me ha dado por ahí). Si pasara todo mi tiempo viajando, se convertiría en rutina y dejaría de ser mágico.
A pesar de que está demostrado que el deporte es el mejor pasatiempo, nunca he llegado a ser una persona deportista. Lo he intentado con todas mis fuerzas: windsurf, piragüismo, esquí, gimnasio, pádel, tenis, equitación, yoga, pilates… todo. Soy muy novelera y bastante snob. Cuando empiezo alguna actividad, lo hago con todas las consecuencias, sobre todo las estéticas. Tengo un altillo atiborrado de equipaciones deportivas sin apenas utilizar.
Hace pocos meses, me decidí a probar un deporte que siempre me había llamado la atención: el golf. Y resulta que me gusta por muchos motivos: se practica al aire libre, he conocido a gente maravillosa y voy vestida con falda corta y estilosa hasta no poder más. La ropa de deporte estándar me hace parecer harapienta, deslucida y sin energía. Ahora soy la Nancy golfista (porque las Barbies me parecen muy ordinarias). Para remate de los tomates, es un deporte muy británico y yo por algo british ma-to. I-KILL.
El caso es que con este pasatiempo deportivo, he dejado de lado la escritura.
A.G. (antes del golf), únicamente madrugaba un fin de semana para viajar (porque Ryanair tiene horarios de insomne). Ahora los domingos a las 8,30 estoy en el campo, arreglada y con mi bolsa de golf en el hombro dispuesta a atizarle a una bola.
La vida nunca te deja de sorprender. Ahora soy una persona deportista. Eso sí, con falda corta y todo el glamour posible.
Por ese motivo, llevo semanas sin soltar mis pamplinas por aquí, pero siento deciros que he vuelto. Porque lo que te hace pasar el tiempo y te hace feliz no se puede abandonar. Escribir me hace mucho más feliz que el golf o un viaje en el Orient Express.
Espero que mi salud y la ley me permitan, dentro de unos cuantos años, ser una jubilada golfista (por supuesto, siempre un poco golfa), escritora y sobre todo a la moda y divina de la muerte.
Por otra parte, mi golfería con el golf (redundando hasta el final) demuestra que nunca es tarde para nada y que la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, ¡ay, Dios!