Revista Cultura y Ocio
Pascal escribió que no hay hombre que difiera tanto de otro como de sí mismo en el decurso de su vida. Por eso hay días en que uno se levanta pletórico, convencido de que la vida le va a bendecir o de que todo está en su lugar y ofrecido a nuestro capricho, y acaba yendo a la cama hecho un trapo, hundido, convencido de que la vida nos atropelló o de que nada bueno pasó a beneficio propio. Días en que no eres amable, ni templado. Días en que ves a Dios en los grumos del café o al demonio en la sombra que proyectas cuando caminas. Días en que eres un padre maravilloso, uno bueno de verdad o eres el peor padre que pueda existir. Días que escribe el amor las líneas del texto y días en que no hay amor, ni nada que lejanamente se le parezca, en lo que hacemos, en lo que decimos. Yo mismo tengo días en los que me reconozco enteramente y días en que no tengo ni idea de quién hace o dice cosas en mi nombre. No hace falta ir al trayecto de una vida entera, como escribía Pascal. Basta un día, un extenso día. Con ese tramo del tiempo podemos sentir que somos dos o somos más incluso. No es difícil que a veces uno se descarríe, desbarre, se obceque, no dé una a derechas, crea que todo el mundo está en su contra, acepta que el azar se obstina en contrariarlo o que el cosmos entero (he aquí el veneno de Coelho) conspira para que se precipite al vacío y reviente al tocar al suelo. Tampoco que concurra toda la felicidad en un momento y uno (en su humildad, en su completa y sincera modestia) encuentre la dicha, el júbilo, la gracia misma y sea suya.A mi amigo K. se le ocurrió la idea de convencernos de que no era realmente él, sino otro, uno del que no sabía nada, al que no podía controlar, con quien batallaba con irregular éxito y que, en definitiva, le acompañaba a diario como una sombra, sin que lograra ajustarla a su paso, convencerla de que el dueño era él y hacía lo que él proponía. K sostenía (en uno de sus arrebatos, en uno de los muchos con los que amenizaba las charlas) que no hay nadie que responda de sí mismo en todas las circunstancias. Como si obrar mal pudiese justificarse siempre, como si obrar bien fuese manejo del azar, como si lo que somos no dependiera de nuestra voluntad sino de una voluntad externa, una especie de dios rudimentario y caprichoso que escribiera la trama del teatro que representamos. K. fue un Pascal doméstico. O un Borges en el momento en que se le ocurrió el poema del ajedrez, ése que se interroga sobre las piezas del tablero, de cómo se disponen, de qué artero o benigno oficio realizan y de quién mueve los hilos de sus movimientos y, de camino, de los nuestros, en nuestro tablero enorme, en el teatro que nos ha tocado en suerte (o en jodida desgracia). Es curioso (doloroso, también) que se pretenda borrar ese pensar trascendente de Pascal de las aulas. Sigo perplejo (e indignado) por la incompetencia en materia educativa de quienes nos gobiernan. Se cepillan la Filosofía, la arrumban, la tratan con el miedo que siempre causó (ay) y siguen en la idea de que el pueblo leído no conviene. Con lo hermoso que es pensar. No digo ya otros beneficios. Sólo me quedo con la belleza de ese maravilloso acto.