Editorial Candaya. 134 páginas. 1ª edición de
2009.
Tenía curiosidad por este libro
desde hacía tiempo. En alguna ocasión lo he visto en la cuesta de Moyano por
precios muy bajos, pero he resistido la tentación de comprarlo porque
seguramente estaba –en ese momento- en alguna de mis fases de no comprar libros
o de no leer novedades. Sin embargo, el libro estaba en la biblioteca de
Móstoles, y decidí tomármelo como una lectura relajada de verano. Lo saqué junto
al última libro publicado de Sergio
Galarza (Lima, 1976), el titulado La librería quemada.
De entrada la propuesta de Paseador
de perros me gustaba: un joven inmigrante de Lima llega a España lleno
de sueños (sobre todo con el deseo de que Madrid sea su centro para viajar por
el mundo) y tiene que enfrentarse a una ciudad que parece mostrársele, en más
de una ocasión, hostil. Al principio, leía la novela como si fuese puramente
autobiográfica, como si la voz narrativa fuera la del propio autor y su novela
un documento sobre sus primeros pasos en Madrid. En este sentido, el libro
podría leerse como el de un joven Arturo Bandini, el personaje de John Fante, un joven aprendiz de
escritor que vuelca su rabia vital contra todas aquellas personas o situaciones
a las que ha de enfrentarse en el día a día. Pero existe aquí un juego
narrativo que separa a autor y personaje: el narrador de Paseador de perros nunca nos dice que escriba o que pretenda
hacerlo. Hablará más de música que de libros, y dentro de su inconformismo
juvenil juzgará a las personas por sus gustos musicales, aunque también por los
literarios, a pesar de que él mismo se cuide de hablarnos de ellos. En algún
momento el juego literario casi llega a romperse y las opiniones del narrador
acaban siendo las de un joven Bandini que el lector siente que en realidad lo
que desea es ser escritor y que ese motivo se queja, por ejemplo, de que los
escritores jóvenes no sean paseadores de perros, como él, y conocer así de
verdad la ciudad en la que viven (los escritores jóvenes sólo le importan a
otros escritores jóvenes).
El narrador llegó a Madrid lleno
de sueños (“Yo tenía ganas de borrar el Lado A de un disco sin éxitos. El Lado
B es éste que empieza, como todo aquí, en Madrid”, pág. 8), acompañado de su
novia limeña, Laura Song. Tras vivir en La Latina, se mudará (cuando Laura Song
haya decidido dejarle) a Malasaña, el barrio que el narrador entiende como el
centro musical y juvenil de Madrid. De forma significativa, el personaje está a
punto de cumplir treinta años y siente que está dejando ya muchas cosas atrás,
sobre todo después de la ruptura con su novia y la llegada de los días de quedarse
en casa viendo televisión él solo, porque sus amigos tienen novia o cosas que
hacer.
El narrador sin nombre, sin
papeles legales de trabajo, pasa a trabajar para Jota, un español que ha
decidido ser su propio jefe y montar una empresa para cuidar y pasear mascotas.
El narrador tendrá que recorrer gran parte de la Comunidad de Madrid (desde
Alcorcón, pasando por Parla o Pozuelo, hasta La Moraleja) para pasear
principalmente perros, pero también, por ejemplo, para limpiar la jaula de un
mapache en Pozuelo. El mapache Odo se acaba convirtiendo en un animal connotado
de significación en la novela: una representación de los miedos del narrador, focalizado
en su temor a las posibles agresiones de Odo.
Las frustraciones del narrador
(que en algún momento se plantea si hizo bien al irse de Lima) se transforman
en el texto en deseos de explosiones violentas. He anotado algunas: “Deseé que
una tuneladora apareciera bajo la furgoneta para que Jota se callara, pero él
no paraba de darle vueltas al asunto.” (pág. 31), “En anciano me empujó a un
lado y miró por la única reja durante unos minutos al mapache. Me habría
gustado meter su cabeza en la jaula.” (pág. 53), “Deseé que la perra se
transformara en un mapache gigante y los aplastara a todos con la cola.” (pág.
55)
El trabajo de paseador de perros,
pese a tener algunas ventajas (poder husmear en las casas de los clientes,
pasear por el parque del Retiro, leer un libro junto a un perro exhausto,
hacerse pasar por el dueño cuando alguna chica se acerca para acariciar al
perro…) es vivido como una condena, una humillación: “¿Y qué saben ellos de mi
trabajo? ¿Saben las veces que me he ensuciado las manos con mierda de perro
porque las putas bolsas se rompen? ¿Saben las veces que la gente me ordena
recoger la mierda del perro antes que el animal termine de cagar y se quedan a
mi lado como un notario que da fe de mi humillación?” (pág. 56-57)
La visión del narrador sobre
Madrid no es complaciente. Su descripción de Alcorcón: “Ir hasta allí,
sumergido una hora en el metro, me deprimía. Sus calles con basura desparramada
al lado de los contenedores, los parques con más latas y botellas rotas que
flores, la gente vestida con ropa que parece donada por la Cruz Roja de Europa
del Este, los jóvenes y sus coches explotando música sin cuerdas, viejos vegetando
en las bancas y esquinas como espantapájaros, los rumanos y sus zapatos de
escamas, las rumanas y sus joyas de fantasía, los españoles que uno confunde
con los rumanos, los latinos peleando por dinero desde los locutorios con
alguien al otro lado del Atlántico, los bloques de edificios con balcones
blancos de barandillas de metal, esas prisiones del extrarradio que me
recordaban el Cono Norte de Lima y a su imperio pacharaco. Cada vez que
visitaba Alcorcón me sentía deportado del paraíso del Centro y me preguntaba de
qué se reía esa gente viviendo en un lugar así.” (pág. 18-19). Tenemos aquí a
un inmigrante sin papeles, que recoge mierda de perro, con el gusto muy fino.
En páginas como esta se aprecia un deseo del autor por focalizar su mirada sobre
lo que le resulta feo. Así los espacios
de Pozuelo y La Moraleja no están descritos.
La mirada del narrador no es
complaciente tampoco con los otros inmigrantes: “Se ofreció a presentarme a mi
compatriota y la corté diciéndole que ya conocía a varios. Lo más acertado
hubiera sido decirle que no soportaba a los inmigrantes, esa categoría donde la
imagen predomina sobre los pasaportes.” (pág. 85). Nuestro limeño tampoco tiene
reparos en tirar de tópicos para describir a colectivos de inmigrantes:
“Coslada alberga la mayor colonia rumana de Madrid y quizás de toda España.
Rumanos: si no trabajan en la construcción, forman bandas que roban casas.
Rumanas: si no son asistentas, se prostituyen en calles y puticlubs. Con esos
rostros de duendes malignos parece como si no sirvieran para hacer otra cosa.
Pareciera como si yo sólo supiera pasear perros.” (pág. 66).
El párrafo anterior me parece
significativo: el narrador está enfadado, por estar solo, por tener un mal
trabajo, porque sus sueños no se estén cumpliendo y dispara su rabia contra
diversos colectivos. Sus opiniones, en muchos casos, como vemos, políticamente
incorrectas, quedan suavizadas cuando su visión negativa del mundo se vuelve al
final contra sí mismo, resuelta en un: «y ¿quién soy yo para opinar, alguien
que se conforma con pasear perros y que no busca otro trabajo?» En la página
121 dispara sus dardos contra los falsos hippies
que hacen malabares en el Retiro: “Horda de vagos, eso es lo que son, adoptan
la pose de incomprendidos por un mundo del que reclaman el ocio más que la
libertad. ¡Póngase a trabajar! ¡A pasear perros!, les habría gritado.” Y un
poco más abajo repite el esquema comentado, al decir: “¿Por qué me considero
superior a cualquier espectador?”
Esta mirada del narrador,
irritante y políticamente incorrecta en más de una ocasión, quizás haga que el
texto se vuelva más literario, que trascienda a la visión edulcora de una
realidad complaciente que se mira desde afuera. El narrador está enfadado y
toma partido cuando opina.
Son interesantes las historias
que se nos narran de los personajes secundarios: la de Jota, su jefe, o las de
sus clientes. Estas páginas, así como las evocaciones de Lima, actúan como
escapes a la tensión narrativa.
En cierto modo, Paseador de perros me ha recordado a una
novela italiana de los noventa, Todos al suelo del joven, por
entonces, Giuseppe Gulicchia. En los
dos libros se connota de significa a una mascota (un mapache en una y un hurón
en la otra); quizás la mirada de Gulicchia era más tierna y más humorística,
aunque la desesperación del narrador de Paseador
de perros no deja de estar exenta de humor.
La nota final contiene un
agradecimiento a Irene Cuerda Barcaiztegui que tradujo la novela al “español de
España”. Este es un detalle que me estaba llamando la atención al leer el
libro, salvo en muy contadas ocasiones
(como, por ejemplo, el “pacharaco” que aparece en una de las citas de arriba)
no se usan aquí términos propios del español de Perú como era de esperar, una
variante del español que siempre me
pareció muy rica (y algo que, por ejemplo, hace a los libros de Jaime Bayly o Alfredo Bryce Echequique tan divertidos). Aunque esto más que nada
es una curiosidad.
Paseador de perros es una novela corta, escrita con gran sentido
del ritmo, que describe la ciudad en la que vivo vista por un extranjero, que
se convierte en una narración muy cercana a la realidad, con toques de humor
(aunque sea negro y desesperado) y que a pesar de la mirada huraña del narrador
el lector acaba sintiendo simpatía por él.