Paseíllo es el recorrido que hacen las cuadrillas de toreros por la plaza antes de empezar la corrida, pero también el de los inculpados que caminan hacia un juzgado ante masas que los denigran con insultos, como puede ocurrirle a la Infanta Cristina cuando acuda a testificar ante un juzgado de Palma de Mallorca.
Hordas de los peores odiadores españoles añoran los pavorosos autos de fe de la Inquisición, castigos a imitación del Vía Crucis de Cristo camino del Calvario: al sufrimiento de cargar con un madero se unen los escupitajos, ultrajes y humillaciones antes de la crucifixión.
En España ha comenzado un debate sobre si el 8 de febrero la Infanta debe o no hacer el sádico paseíllo de unos treinta metros como imputada por presuntos delitos fiscal y de blanqueo de capitales como socia de su marido, Iñaki Urdangarin.
Pero esta picota del reo con cucurucho es un acto salvaje para satisfacer a la chusma, e indigno de los pueblos civilizados, de mayoría humanista.
Quienes quieren pasearla –en la guerra civil el “paseo” era previo al fusilamiento-- se basan en que todos los españoles sufren igual auto de fe, aunque no los políticos, que pueden testificar por escrito.
El Gobierno pide que la Infanta no tenga que pasar ante los piquetes que preparan ya sus peores humillaciones y que entre por el garaje del juzgado, pero la oposición en bloque, incluida la exmoderadada UPyD, quiere ver a la hija del Rey agraviada.
Por la igualdad, así debería ser: paseíllo para ella también, si no fuera que esa sádica caminata debería evitársele a todos, a infantas y chorizos, incluso a asesinos: sólo las leyes deben castigar en las sociedades avanzadas.
Alimentar los peores instintos del populacho y del periodismo más abyecto caracteriza a especímenes salvajes e inhumanos. Acaben de una vez con esos espectáculos miserables.
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SALAS