Hace unos días, durante mi paseo preventivo –orden de la doctora– fui alcanzado por una china (del suelo). Un proyectil de grava. Aparte del susto y del ‘pinchazo’ momentáneo quedó en nada gracias a la barba, que amortiguó el impacto. Podía haberme dado en un ojo y estaríamos hablando de otra cosa. Procedía de una desbrozadora en tareas de limpieza de un espacio público. Estaba a unos diez metros, aproximadamente. En el trayecto de ida ya me había fijado en el paisano que manejaba el aparato, despreocupadamente. Pensé en decirle algo pero no lo hice. Malo será, me dije en cambio a mi mismo (resignación gallega) y pasé con cierta cautela, visualizando lo que a la vuelta ocurrió. O sea, lo vi venir pero no la vi llegar, para entendernos. El hombre ni se enteró. Grité para que me prestara atención, cosa que no conseguí inicialmente (él llevaba protección), hasta que no acompañé mis alterados berridos con vigorosos ademanes. Apagó el aparato y atendió. Lo puse en antecedentes y le pedí que estuviera pendiente de los viandantes para evitar que se repitiera. Me pidió perdón y me dio las gracias.
Esta mañana me ocurrió lo mismo con otro descuidado, solo que no hubo chinazo. La distancia, en esta ocasión, era de tres metros, muy cerca. La escena fue similar, lo veo al ir, me quedo con ganas de decirle algo y a la vuelta, aprovechando una parada que hizo para ir a su coche a por algo lo interpelé:
—Buenos días, jefe, la semana pasada, allí mismo –le dije señalando el lugar aproximado– un operario que estaba también de limpieza me disparó una grava a la cara con la desbrozadora. Deberían ustedes extremar las precauciones cuando pasa la gente a su altura. No sé si conoce el caso de una señora que murió desangrada al ser alcanzada por un fragmento de vidrio lanzado por una desbrozadora y que se clavó en su yugular. Si esto le ocurriera, podría tener serios problemas, aparte de la desgracia en si misma (o romper unas gafas de marca, de esas que salen por un ojo de la cara, mira por donde, una seña de identidad donde las haya, seguro que de eso no sale indemne, pensé)
—¿Sabe si estaba de espaldas o de frente cuando pasó usted? –preguntó.
—Me da igual la posición en la que estuviera usted –estaba de espaldas–, si sabe que esta operación entraña peligro debería realizarla de forma que le posibilite ver a los viandantes, a buen seguro que las instrucciones al respecto así lo indican, además del sentido común.
—Mire usted, si yo estaba de espaldas no lo podía ver, cada uno tiene su forma de trabajar –añadió de cierto mal tono e ignorando mi explicación anterior.
—A ver, señor, aquí el que tendría que molestarse soy yo, potencial perjudicado, no le parezca mal, lo digo por su bien, y por el nuestro.
—A mi nunca me pasó nada de eso (esperaba la respuesta clásica), además, tengo un seguro (sería autónomo, de una contrata del ayuntamiento) –dijo, lejos de apaciguarse.
—Estupendo –argumenté, como tiene usted seguro se acabó el problema, ya puede usted cargarse a cualquiera. Será cuestión, entonces, de hablar con el ayuntamiento que le contrata y explicar lo que pasa, porque claro, las cosas no suceden hasta que suceden y que no digan luego que no estaban sobre aviso, a mi que me firmen la copia de protesta y…
—Haga usted lo que tenga que hacer y déjeme trabajar.
—Buen consejo, rematé. Adiós
Cuando me di la vuelta, escuché ¡gracias, de todas formas!, sonoramente.
He creído conveniente traer esto a colación, por si resulta de utilidad. Los paseos preventivos me provocan reflexiones preventivas. Y otras.