Revista Cultura y Ocio
El aroma de tu cabello tras toda la jornada en la freiduría de la esquina, me hace levitar desde el rellano de la escalera. Empujo la puerta de la cocina como si del vaivén de un saloon fuera. Sueño despierto el momento. Empujo los batientes, mis manos resecas frotando mi ingle tras una larga mañana al sol, avanzo mirando al fondo de la sala. Me detengo, apoyo mi pie en la barra baja del mostrador, una mano abrazando un corto vaso de ámbar y mis dedos acariciando mi otra arma. Y te miro, no, … te deshielo. Abro y cierro el frigorífico tan rápido como un truco de Copperfield y aparece en mi mano una cerveza fría. Sólo queda un rastro grueso de mugre de mis dedos en la inmaculada patena trabajada por tus manos agrietadas. Salpico mi cara de espuma, me paso mi antebrazo estirando las ahora grisáceas gotas sobre mis mejillas. Inclino mi cabeza hacia atrás con una gestoforma olímpica y es más veloz el fin del lúpu! lo que la magia. Aplasto con mis nalgas el cilindro de aluminio cuando me siento a mirarte. Relamo las gotas de mis labios y dejo entrever el brillo acre del color real de los restos de mis dientes colgando sobre gruesas blanquecinas encías. Sigues de espaldas apoyada sobre la mesa y pareces abatida. Pienso que como habitualmente, sabré hacer el difícil arte de transformar tu abismo en la chopera soleada del río. Miro tus piernas, detrás de tu media falda y me acaloro. Me inclino, mi mano va dejando un grasiento surco dactilar por tus muslos y siento el repicoteo de tu vello recién podado. Mi humanidad se yergue y te abrazo. Te giro despacio, me sonríes y te vuelves. Me siento de nuevo, abriendo mis piernas, mostrando hasta en braille mis intenciones, argumentado mi dominio del erotismo y del juego del amor. Miro a la mesa, me miras de soslayo y sé que me deseas. Apoyo mi antebrazo en la mesa y rozo el periódico. Lo aparto, me levanto y escupo unas flemas en la fregadera intentando hacer el menor desagradable ruido posible. Te abrazo otra vez apostando. Tu pelo está ligeramente áspero. Hundo delicadamente mi mano en tu espalda y al final de ella, aparto otra vez el periódico. Nos miramos fijamente bajo la bombilla de bajo consumo colgando de un viejo y retorcido cable tricolor. Soy un lector de rostros, tengo algo innato. Me quieres decir algo, aprietas mi mano, me empujas en la silla, vuelvo a aplastar la lata. Estás como buscando el momento y el lugar. Cierras los ojos. Quieres hablar y tus mejillas están húmedas. Presiento que es algo importante. Dejo caer mi mano sobre la mesa y retiro el periódico y cuando estoy haciéndolo mi mirada resbala por su portada, miro el reloj sobre la descascarillada pared y me levanto. La empujo creo que sin golpearla. Abro la nevera, cojo otra cerveza. Me siento, le aparto ligeramente con empatía, me tapa la pantalla y no puedo encenderla con el mando. Unos minutos después, en el descanso, la miro y al verle algo ojerosa, le acompaño a la cama; le! llevo un vaso de agua para que no olvide la pastilla. Después me siento otra vez y sólo me he perdido un par de minutos.
Texto: Ignacio Alvarez Ilzarbe