Revista Opinión
Leo en la prensa que una madre británica, esteticista de profesión, inyecta botox cade tres meses a su hija de ocho años. Su sueño es facilitar el camino a la niña para que sea una estrella. Imagino que esta mujer habrá perdido la razón en algún momento de su vida, subyugada por los programa de televisión, que hacen bandera de la frivolidad, y por el impacto de una publicidad engañosa, que fomenta la belleza y la fama como valores supremos.
Mientras la guerra se cobra cada día nuevas vidas en Libia y Japón se enfrenta con angustia a la amenaza nuclear, esta mujer vive una realidad falsa, construida toda seguridad sobre el mito del éxito fácil, que al final conduce irremediablemente al fracaso. La víctima, en este caso, es su hija, que ve como su madre rellena con botox arrugas que no existen y le somete a la tortura de la cera caliente para depilar un vello que aún ni tan siquiera asoma en su piel.
Imagino que los servicios de protección del menor tomarán cartas en el asunto y salvarán a la niña de la enfermedad de la madre, pero no puedo dejar de pensar en el modelo de sociedad que estamos creando. No deja de ser curioso tampoco el amor por el botox de tantas y tantas personas, que se han olvidado de que los surcos que el tiempo dibuja en nuestro rostro son el reflejo de nuestra propia vida. La eterna juventud es sólo una mentira más, que esconde tras de sí un gran negocio.