Revista Cine
No hace mucho comentábamos una película de Eastwood en la que homenajeaba la figura de un grande del Jazz, Bird, y todos estaremos de acuerdo en que hace unos cuantos años hubo una cierta ráfaga artística y comercial en la que diversos directores de cine ofrecieron sus versiones del mundo del jazz y casi todos los que compartimos afición por ambas artes nos entusiasmamos porque ¡al fin! había películas dedicadas al jazz, más allá del uso de la música como fondo y acompañamiento, con excepciones que también hemos visto, caso de Miles Davis en su estancia parisina allá por 1957...
Justo dos años antes, en 1955, se estrenaba una película que inexplicablemente nunca ha visitado salas de cine comercial en España y que algún que otro despistado habrá visto en algún canal temático -o sea, de pago- y reuniendo en su persona ambas aficiones, habrá quedado gratamente sorprendido, extrañamente pasmado e incrédulo porque habrá descubierto que, ciertamente, la grandísima Ella Fitgerald aparece cantando dos canciones e incluso tiene un par de frases.
Jack Webb fue toda una personalidad en la televisión de mediados del siglo pasado: guionista, productor, director y actor en series de éxito, su innegable afición por la música de jazz -más de seis mil vinilos ya es una cantidad a considerar como inabarcable- sin duda fue la causa de su interés en llevar a la pantalla grande el guión escrito por Richard L. Breen y naturalmente ocuparse de producir, dirigir y protagonizar la que se titularía Pete Kelly's Blues, que sin ser una gran película consigue atrapar e interesar por una serie de razones muy plausibles:
La música, ante todo: Webb inicia su cuento en los aires sureños de principios del siglo pasado y pronto nos traslada a los felices veinte donde el sonido dixie y el blues ya empiezan a encontrarse, mezclarse y agitarse y todo huele a wisky barato y a jazz con aires de pólvora.
La ambientación: gracias a los buenos oficios de Hal Rosson, Webb cuenta con una fotografía colorida de enorme formato que llena de fantasía la pantalla: colores densos y tupidos, oscuros en ocasiones, añejos y contrastados y la cámara aprovecha al máximo el formato ofreciendo ángulos modernos y provocadores en los que la profundidad de campo es infinita y la distorsión escasa dinamizando el aspecto visual para hacerlo acorde a la excelente música que forma parte de la trama.
La magnífica cohesión entre música y guión: es evidente que cuando Richard L. Breen escribía el guión tuvo que tener muy cerca de sus orejas a Webb porque las diversas (decir muchas, en este caso, sería ofensivo) composiciones que podemos disfrutar están perfectamente incardinadas con la trama literaria que sustenta un relato en la que el mundo de la música se verá alterado por la indeseada intromisión de un hampón ávido de porcentajes en los escasos beneficios de una banda de músicos que habitan el mismo tugurio noche tras noche.
El estupendo grupo de intérpretes: Webb se rodea de amigos fieles como Martin Milner y valores sólidos bajo contrato con la Metro como Janet Leigh -que incluso se atreve a cantar- y una pizpireta Jane Mansfield en el grupo de las féminas en el que brillan cantando la citada Ella Fitzgerald y también Peggy Lee, provista de más líneas de guión, al extremo que incluso recibió una nominación a los Oscar como actriz secundaria; en el apartado masculino podemos ver al duro Lee Marvin recibir tortazos y tocar el clarinete, mientras Edmond O'Brien hace de mafioso de tres al cuarto y Andy Devine se luce sin hacernos siquiera sonreír, lo que ya es noticia. Seguramente estaríamos todos de acuerdo en que el más soso, de entre todos los actores, es precisamente el protagonista, Jack Webb.
Y esa es una desventaja invencible.
Porque Webb demuestra su pasión por el jazz con su forma de filmar y en los medidos noventa y cinco minutos del metraje se nota esa fuerza en la mirada, en la colocación de la cámara, el color, el enfoque, el ritmo visual lento pero recio, firme. Pero la forma de interpretar de Webb, que podía ser efectiva en episodios de televisión en carácteres policiales o militares, una técnica basada en la economía de gestos inspirada quizás en un tipo como Bogart o Mitchum, se halla falta de un elemento crucial cuya ausencia perjudica gravemente el resultado final: Webb carece de magnetismo cinematográfico: no es nada fotogénico y siendo él mismo su director no puede, por más que lo intente, subsanar esa falta que provoca una correlativa falta de empatía con el personaje que representa.
Y ése desapego consecuente perjudica el conjunto porque los giros de la trama carecen de interés al no aportar nada nuevo: incluso en la época de su estreno el público había ya visto mucho cine de gángsters y algunas buenas muestras de cine negro cuyos guiones superan en intensidad al que escribió Breen o por lo menos al que se pudo filmar.
Porque uno, que no está muy bien informado en este caso al no haber encontrado datos suficientes, tiene una teoría, casi tan rara como la película: en el estupendo prólogo, Webb filma sin palabras el entierro de un negro: mantiene la cámara fija en un retrato costumbrista de aires documentales mientras el viento agita los sauces y los deudos del fallecido se balancean cantando una triste melodía gospel a dos voces que va incrementando el ritmo hasta reconvertirse en dixie, momento en que cae al suelo abandonada la trompeta del fallecido: en una elipsis temporal de años el instrumento es ganado en una partida de dados a bordo de un tren por un soldado que regresa de la primera gran guerra (lo sabemos por las polainas) y éste blanco será el que tras nueva elipsis temporal aparezca en un tugurio liderando con su trompeta la banda de Pete Kelly, siete músicos, todos blancos.
No hay negros. En los albores del jazz, no hay negros. Diríase que Webb metió con calzador a Ella Fitzgerald y le hizo cantar dos canciones intensas, una de ellas la que da título a la película, porque en ella no hay negros. Únicamente en el tugurio de Maggie (Ella Fitzgerald) hay músicos negros -todos, de hecho- y precisamente es ahí donde se encuentran, en un escondite abuhardillado, los músicos líderes de bandas o grupos, todos blancos, para deliberar si se enfrentan o no a la mafia.
Uno tiene la sensación que Webb, trompetista aficionado incapaz de tocar en público -doblado oportunamente por Dick Cathcart - hubiera preferido ser más realista y haber filmado más musicos negros que además eran mejores, pero en 1955 la cuestión racial ya empezaba a ser problemática y los estudios de hollywood no estaban mucho por la labor de la integración racial, así que lo mismo que apenas hay películas con bailarines de claqué o tap dance negros, tampoco las hay de músicos negros. En cualquier caso, la pasión de Webb por el jazz, por la música que nació con los afroamericanos, es real y patente.
Esta es una película que podríamos calificar como imperdible para el aficionado al jazz y también para el cinéfilo que degusta piezas raras y poco conocidas con algunos elementos interesantes pero es obligado reconocer que en el conjunto global tiene puntos débiles que la desequilibran. Dicho de otro modo: más para cinéfagos que para cinéfilos.