Pasó todo un año pendiente de la máquina es el décimo sexto relato de mis 52 retos de escritura para 2017.
Pasó todo un año pendiente de la máquina. La máquina, cuya naturaleza desconocía, no fue nunca más que una cuenta atrás. Cifras que descendían a través de interminables segundos en una pantalla vidriada del tamaño de un folio. Un paquete sin remite que el servicio postal dejó en el hogar de los Hume con una nota. Una nota que solo vestía un apunte: «Este es el Reloj del Fin del Mundo. Si la cuenta llega a cero, el mundo desaparecerá.»
Al principio, Jack pensó que no era más que una broma de mal gusto. Se sentó en su sillón, carraspeó, adornó su boca con una mueca de disgusto y se sumergió en la lectura de la prensa antes de salir a trabajar. Los segundos empezaron a descender en la máquina, y Claire miró a su marido con incomprensión, escrutando su figura en busca de los verdaderos sentimientos que sabía que habían empezado a aflorar en su cerebro.
—Es una broma de los chicos —advirtió Jack a su esposa; su voz transmitía seguridad.
—¿Estás seguro? Es una broma de muy mal gusto —contestó Claire.
Jack plegó el diario y lo dejó dormir en la mesa de centro, frente al sillón.
—Deja el chisme ahí. Cuando vuelva del trabajo, te confirmaré que Elliot y el resto son tan idiotas como creíamos; luego, nos desharemos del cachivache.
Fotograma de la película El halcón maltés (John Huston, 1941), con Humphrey Bogart.El señor Hume besó a su esposa con ternura y cogió el maletín. Tras de sí, dejó un sillón de cuero humedecido por el sudor y su ejemplar del New York Post.
La señora Hume musitó una pregunta que nadie pudo oír: «¿y por qué no ahora?»
Cuando Jack terminó su jornada laboral, volvió a casa de inmediato. Ese jueves no hubo copa con los compinches de siempre. Solo un disimulo grosero sobre la máquina por parte de sus compañeros; cuando Jack no pudo más, y creyendo que el resto de su equipo estaba excediéndose, les preguntó si, esta vez, no creían haber llevado las cosas demasiado lejos, pero como respuesta solo encontró caras de incomprensión.
Al llegar a casa, malhumorado, había pensado en una decena de culpables capaces de llevar a cabo una bufonada así: tan macabra como estúpida, tan infantil como idiota. Entre los sospechosos habituales estaban Julius, el hermano de Claire, y Kevin, uno de los antiguos pretendientes de su mujer, que no había encajado bien su enlace. Envuelto en esta idea, aparcó el coche a un par de manzanas de su edificio y se apresuró a llegar al piso, en East 7th Street, con las llaves en la mano.
Desde el ascensor podía escucharse un llanto ahogado. En la tristeza, Jack reconoció a Claire y se apresuró a abrir la puerta del domicilio. La encontró arrodillada, frente a la mesa de centro, con esa extraña máquina pitando, más y más fuerte cada vez, y su mujer pulsando una vez, y otra vez, la pantalla con el objetivo de conseguir detener esa cuenta atrás.
—¡Ha empezado a pitar, y a pitar, cada vez más alto, Jack! —bramó Claire.
—Tranquila, cariño: déjame ver —contestó su marido, moviéndose entre la incertidumbre y el enfado.
La pantalla marcaba 15; 14, 13, 12…
Claire empezó a sollozar de nuevo, más y más fuerte.
Jack golpeó con el dedo la pantalla, una vez, y otra, y otra más.
—¡No funciona! ¡Sigue bajando, y bajando! —gritó Claire.
Entonces, Jack agarró la máquina y analizó rápidamente el chisme mientras los pitidos se oían más y más altos: era metálica, una única pieza, sin botones; nada. Por delante, cristal; los laterales y la cubierta trasera de metal.
Le atizó un dedo encima una vez más; después, la sacudió.
La cuenta atrás se detuvo un instante, y aparecieron cuatro cifras: 6. 4. 8. 0.
La cuenta atrás volvió a iniciarse. 6479, 6478, 6477…
—Este no es el número que mostraba esta mañana —murmuró Jack para sí.
—¿Qué? —preguntó su mujer, que no le había entendido, mientras se enjugaba las lágrimas con la manga de su vestido rosa de franela.
—Nada, cariño. Es una broma estúpida: no tienes que preocuparte. ¿Quieres que haga yo la cena mientras te duchas? —preguntó Jack.
Su esposa asintió, nerviosa, y Jack dejó la máquina encima de la mesa de centro y la acompañó hasta el baño con la intención de que se tranquilizase.
Mientras cenaban, la máquina emitió un pitido. A continuación, el sonido de alarma que ya habían escuchado alrededor de las seis de la tarde, volvió a iniciarse; más y más fuerte cada vez, con mayor intensidad, disminuyendo los silencios, imponiendo un silbido único que amenazaba con conquistar el salón si se atrevían a obviarlo por un segundo más. Jack corrió hasta la mesa y sacudió la máquina; esta se reinició. Por un instante, marcó el 25.920, y la cuenta atrás volvió a iniciarse: 25.919, 25.918, 25.917…
La pareja comió en silencio durante un buen rato. Los Hume se conocían bien, y sabían cuando uno u otro necesitaba libertad para dejar volar sus pensamientos; si estos se arremolinaban en tormenta, ambos habían aprendido a lanzarse a socorrer a su cónyuge; sin embargo, siempre fueron conscientes de la aptitud sanadora que a menudo tiene el mutismo.
Jack sacó la calculadora de su teléfono móvil. Consultó a qué intervalo atendían 25.920 segundos y, por un instante, se sintió agotado. ¿Tan finito es el tiempo acaso?, se preguntó.
—Hasta que sepamos más sobre este cachivache: evitaré que el sonido te moleste, cariño. Me levantaré en cuatro horas y volveré a darle cuerda, ¿ok? Después, retomaré la cama y descansaremos hasta el amanecer. Mañana sabremos algo más.
—¿Y tengo que quedarme encerrada en casa esperando a que vuelvas del trabajo? ¡Hoy no he podido ni ir a comprar! —espetó Claire, mostrando a su marido las tristes judías con patatas hervidas que estaban cenando.
Fotograma de la serie Perdidos (Lost, de J. J. Abrams, 2004-2010) con el panel que mostraba la cuenta atrás en la estación El Cisne.—La cena está perfecta, amor mío —contestó Jack. —Pero no será necesario: para tu tranquilidad, me llevaré la máquina a la oficina. Solo es cuestión de guardarla en el maletín y estar atentos a los pitidos cada pocas horas…
A continuación, Jack se levantó y cogió el aparato de la mesa. Esta vez, la máquina hizo un sonido completamente distinto, como el tapón de una botella al ser descorchado; las cifras empezaron a caer; primero, cayó el 2, y desapareció por la esquina inferior de la pantalla; después el 5. El pitido se incrementó a medida que el señor Hume hacía el amago de acercarse más y más a la puerta de su apartamento; entonces murió el 9, que ya era un 3, y solo quedaron el 1 y el 0. Esta vez, el volumen de aquel pitido fue aterrador; el término ensordecedor quedó corto para describir un sonido que dominó el apartamento de los Hume, y, más tarde, todo el edificio. Jack corrió hacia la mesa, sacudió una decena de veces el dispositivo y lo volvió a dejar encima del mueble. La máquina mostró solo cuatro cifras esta vez: 1.620: 27 minutos.
Ni el señor ni la señora Hume durmieron esa noche, aterrados ante el sonido ensordecedor de aquel cachivache que había aparecido en su hogar y cuyas acciones amenazaban con poner fin a la pacífica convivencia que el matrimonio mantenía en la ciudad de Nueva York.
Los días siguientes fueron una vorágine del sobrevenir, del acontecer, de una crónica siempre voluble, pero también anunciada. Un sacrificio ininterrumpido que se perdía en el más absoluto y trágico vacío. Un asesinato del presente a manos de un futuro que siempre fue próximo y, quizá, solo quizá, sangriento.
Mientras Jack Hume trataba de descubrir qué mano había decidido agitar la paz de su hogar, su esposa Claire se encargó de mantenerla. Ninguno de los dos era capaz de creer a pies juntillas en el funesto devenir que anunciaba aquel histriónico pitido, pero, ¿cómo ignorarlo? Resultaba imposible a un nivel físico, ¿y cómo engañarse?, a medida que agitaban la máquina una y otra vez en busca de un nuevo reinicio, también en el metafísico.
Cuantos más reinicios, más poder le conferían. Tras perder la cuenta, Jack y Claire llegaron a creer que la naturaleza de la máquina era caprichosa, y, por lo tanto, existía: admitían que a la máquina no le gustaba abandonar el salón, que de algún modo ya era suyo, y tampoco esperar demasiado por atención, que castigaba con tiempos cada vez menores a su juicio. Si los Hume dudaban de la ontología de la máquina, la máquina dudaba del fervor de la pareja, obligándoles entre cifras a una devoción cada vez mayor, y mayor, hasta la fe.
Un día cualquiera, ya encamados, la máquina reclamó su tributo una vez más.
—Esto son nuestras vidas —dijo Claire,
—¿Cómo? —contestó su marido, circunspecto.
—Puedes intentar dar cuerda, una vez, y otra vez, y otra vez… Pero un día, cualquier día, no habrá fuerzas para volver a dar cuerda, pulsar el botón o levantarse del catre, ¿no crees?
Y Jack, en la distancia, ya frente a la máquina, no supo qué contestar. Solo sintió una infinita vergüenza.
Los días siguientes, la pareja acordó turnarse para continuar cuidando de la máquina. Sin embargo, cuando uno de ellos desaparecía de la habitación, los tiempos y los antojos de aquel chisme se volvían caprichosos; haciendo que fuera imposible el descanso, la vida, e incluso el reconocer el día y la noche.
Cuando por falta de sueño, Claire empezó a creer que un tal señor Steward había empezado a acosarla telefónicamente, Jack pidió una excedencia. Así, pasó todo un año pendiente de la máquina. En ese tiempo, el señor Hume abandonó su trabajo de oficina como director adjunto de Sears. Despreció a sus compañeros y amigos. Olvidó el mundo para salvar el mundo. ¿Pero qué sabía el mundo?
Entonces, antes o después, Jack Hume pensó que, un mundo que esclavizaba a los hombres, no merecía ser mundo, y así se lo hizo saber a su esposa. Durante largos días y largas noches que se interrumpían constantemente por la amenaza de los pitidos, Jack debatió con Claire sobre la necesidad de dejar que aquella temida cuenta atrás llegase a su destino; de alcanzar el objetivo final de la misma y plantar cara, de una vez por todas, a la máquina que había usurpado sus vidas.
De este modo, cuando el señor Hume se interpuso entre ella y la máquina, Claire deseó con todas sus fuerzas que su esposo nunca jamás hubiese leído aquel relato de Richard Matheson, pues era tal la fisicidad concedida a aquel demonio, que su esposa no pudo evitar pensar en correr hasta la cocina a por un cuchillo con el que defenderse. ¡Pero qué listo fue siempre Jack! Impidió la acción solo unos segundos antes del fatal desenlace; no había tiempo ya. ¿Pero cuándo lo hubo desde que la máquina impuso su existencia?
La señora Hume miró con ternura a su marido; a continuación, suspiró, y después, no ocurrió nada más. Tras los horribles pitidos, Jack lloró por largo tiempo el cadáver de su mujer.
Su vida.
Su mundo.
Su fin.
Este relato está inspirado en Botón, botón de Richard Matheson (1926-2013).
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