Revista Cultura y Ocio

Patatas rellenas

Publicado el 13 mayo 2018 por Icastico

Imagino que la receta de patata rellena viene de lejos, que no la inventé yo. Durante una temporada creí haber sido el autor de la misma. O por lo menos mi relleno particular. Seguro. Me remonto a los tiempos del blanco y negro, del NODO, casi de cuando se hacía la mili con lanza. Lo creí porque no había leído nada sobre el asunto, no había ordenadores personales. El único PC del que había oido hablar vagamente y a hurtadillas, por si las flies, era el Partido Comunista. Mi viejo siempre nos aleccionaba: que no me entere yo de que habláis de política y religión. Un día me salté la regla en el ascensor y un vecino cabrón le fue con el queo. El chivato puede estar tranquilo, me cayeron unos azotes. Hoy, con la ley mordaza, parecen haberlo resucitado, y con él sus amenazas. Lo vemos con los músicos y titiriteros encarcelados. Con cualquiera que diga dos verdades seguidas.

Hablo de los años sesenta y setenta. Fue casi una cuestión de supervivencia, poco o nada que ver con una temprana vocación por la cocina, afición que desarrollé de otra manera. Una mesa rectangular, con dos ‘alas’ extensibles. En una de ellas, el patriarca. De frente, servidor. Face to face. Toda la vida cara a cara, con mesa o sin ella. A los lados mi madre y mis hermanos. Diez eran diez. La consigna era comer todo. No podía sobrar nada. Gustara o no gustara. Tuvieras arcadas o no. Mejor no tenerlas. Con el tiempo aligeró la norma, permitía llevar devuelta una patata, si no se podía más. Eran, en ocasiones, patatas enteras, redondas. Y vi la luz. Porque cuando tocaba un cocido light, de rancho, de mili si me apuras por la cantidad de bocas, este tenía entre sus ingredientes un taco de tocino de pura grasa, sin una mísera veta de jamón, coronado por una piel dura y pelos de dos milímetros. Una lija, un cuero con puntas, un asco. Y había que tragarlo. Mi viejo pasó hambre en la postguerra, muchas horas en la cola para conseguir un chusco de pan negro, con suerte. Contaba. Gachas gachas gachas. Eso rememoraba si quería llamarnos afortunados. Cada equis años hacía su Memoria particular y se tomaba un plato de gachas para revivir los recuerdos y sepultarlos a continuación con una pitanza bien distinta y ponerles de cruz un postre, para erradicar las amarguras. Conmigo se ‘cebó’ especialmente, era el más delgado de todos, se me marcaban las costillas a pesar de lo que comía, todo iba a parar a mis poderosos zancos y por eso me tuvo hasta los quince años en pantalón corto, para que los vecinos no murmurasen, que no hubiese duda de la abundancia. ‘Pero mire qué piernas tiene’. Y con los cánones nutricionales de aquella época, cero patatero, en que lo importante era estar gordo, rollizo, resultaba el tocino ser poderoso aliado para tales menesteres.

Aquel tocino repugnante me martirizaba y pronto busqué una solución de urgencia. Cuando no tenía los ojos de mi progenitor encima agarraba el taco y lo tiraba debajo de un aparador que estaba a mi derecha. Luego, en el momento que se retiraba a su siesta de pijama y orinal, iba a por los despojos y los echaba en la basura. A veces me olvidaba y quedaba detrás de una pata, fosilizado, allí no llegaba la escoba. Al llegar la moda de la patata indultada me resultó retador, provocador, pasear el cacho de tocino por las narices de mi padre. Por la aduana. Practicaba un agujero grande al tubérculo, lo vaciaba. Luego introducía el tocino en el interior. Una obra de arte. Un desafío. De paso evitaba tener que recogerlo del nicho al que lo había enviado; algún día podía ser descubierta mi técnica, no quiero pensar en las consecuencias. Del cinturón no me libraría. Ya lo había catado varias veces. Eran unos segundos de tensión. Acompañaba a la mortaja de fécula con mirada nerviosa, hasta que traspasaba la puerta de la cocina. Tensión porque podría darse el caso de que a mi viejo le apeteciese pillarla, bien porque ya se hubieran retirado las fuentes y él quisiera más o, simplemente, para dar ejemplo de que todo se comía y nada se tiraba. Más de una vez ocurrió con el plato de algún hermano: a ver, dame esa patata. Tampoco quiero imaginar qué hubiese ocurrido si coincide con la mía y le hace la biopsia. No quiero porque ya lo sé.

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