Hoy toca pasear por la ciudad de Cádiz, una de las más antiguas de Europa y de las más bellas de nuestro país, por lo que resulta ideal para una ideal para una escapada. No es muy grande, porque su carácter insular, solo mitigado por un estrecho istmo, no le permite crecer y su potencial población se reparte por las localidades vecinas: San Fernando, Puerto Real, El Puerto de Santa María, Rota, Chiclana, Jerez (la mayor, con casi el doble de habitantes que la propia capital). Así que no resulta muy difícil recorrer sus lugares más céntricos y atractivos.
Comenzamos, cómo no, por la Plaza de España, a modo de homenaje al espíritu abierto y liberal de sus gentes; porque allí se encuentra el Monumento a las Cortes y Sitio de Cádiz, un hemiciclo de piedra de colosales dimensiones, sólida base ajardinada y relieves esculturales. Entre los nobles edificios de la plaza, destaca la conocida como Casa de las Cinco Torres, original y barroca. Saliendo hacia los jardines del Paseo de Canaletas, se yergue el Palacio de la Diputación, sede de la antigua Aduana, neoclásico y regio. El paseo desemboca en la Plaza de San Juan de Dios, amplio espacio que se abre al mar, a las instalaciones del Puerto, atlántico y americano. El gran político local Moret, mármol y bronce, da paso al Ayuntamiento, mole arquitectónica de porte clásico con aires isabelinos y elegante torre del reloj.
A un tiro de piedra se abre el Arco del Pópulo, resto de la antigua muralla que rodeaba la ciudadela medieval, hoy barrio homónimo de trazado andalusí que aún conserva la impronta árabe de la época. Aquí comenzamos a deambular sin rumbo fijo, dejándonos llevar por calles angostas, callejuelas de piedra, viejas casonas y placitas encantadoras que remiten a un pasado de memoria y leyendas como las relacionadas con las puellae gaditanae (las sensuales bailarinas de la Gades romana), con Pedro Cabrón (singular personaje medieval que fue soldado, navegante, emprendedor, político y… ¡sanguinario pirata!), con la Bella Escondida (una hermosa torre-mirador dieciochesca oculta a simple vista, construida por un rico comerciante para que su hija, otra bella escondida, pudiera verla desde las alturas del cercano convento de clausura donde se había recluido) o con el Callejón del Duende (angosto callejón sin salida, testigo de la trágica historia de amor entre una joven gaditana y un oficial francés durante la Guerra de la Independencia).
Disfrutando del barrio del Pópulo
Luego de algunas vueltas al azar, acabamos topando con el Teatro Romano, el más antiguo de España, que exhibe su escalonado graderío sobre un pasadizo subterráneo abovedado, con el resto de sus instalaciones aún enterradas bajo las actuales casas del viejo barrio. Pegada a él se halla la Iglesia de Santa Cruz y, pasando una estrecha calleja, la Casa del Obispo, revalorizada actualmente por los restos encontrados bajo sus cimientos, los cuales hoy permiten rastrear los tres milenios de historia de la ciudad en el museo que, una vez estudiados y clasificados, allí se ha montado con ellos.
Otro arco de los viejos muros da paso a la cercana Catedral Nueva, cuya plaza es una de las más ambientadas y luminosas del casco viejo. Clásica y barroca, con amplia escalinata, imponente fachada, dos esbeltas torres y una cúpula central dorada, dominando un caserío de colores, representa la mejor estampa de Cádiz: actividades en el mar; blanca de mármol en su interior, está construida con la llamada piedra ostionera (un ostión es una especie de ostra y no ese supuesto aumentativo malsonante), exclusiva de la bahía gaditana, material ligero pero consistente con el que están levantados la mayor parte de los edificios de la capital y pueblos vecinos.
Cruzando la calzada, de nuevo el mar, bajo el largo malecón del Campo Sur, que nos introduce en el barrio de la Viña. Hay que asomarse al agua para disfrutar del azul inmenso y del tratado de no agresión firmado entre gatos y gaviotas y algún que otro pescador sobre los bloques de contención bajo el muro. Caminando ahora hacia nuestra derecha, nos encontramos con otro emblema urbano, la playa de la Caleta, medio kilómetro de arenosa cala entre los castillos defensivos de San Sebastián y Santa Catalina, con su modernista balneario blanco, su enjambre de bañistas y sus pequeñas lanchas de pesca. Si la imaginación atribuye forma de pez al mapa de Cádiz, este arenal sería su boca abierta. Es el momento de sentarse en una de sus terrazas para refrescarse con un aperitivo ligero, antes de continuar nuestra andadura urbana.
Después, pasado el segundo torreón, continuamos en curva hacia el norte,por delante del moderno Parador de Turismo, para entrar en la mayor zona verde de la ciudad, el Parque Genovés, un largo rectángulo de agua y sombra que presume de llamativa y artística jardinería, y alcanzar luego la Alameda Apodaca. Es este un hermoso paseo de aires sevillanos con sus farolas y bancos de forja, sus fuentes, sus impresionantes ficus centenarios, sus parterres floridos y sus glorietas de coloristas cerámicas, salpicados de estatuas de personajes hispanos tales como Martí o Rubén Darío (cuyo busto, por cierto, desapareció de su emplazamiento en fechas recientes, y parece ser que no es la primera vez: veleidades modernistas). Aquí hay que volver a asomarse al agua, ahora sobre el altísimo murallón que protege la ciudad por el noroeste, frente al canal de entrada al puerto.
Cortamos ahora hacia el interior, hasta el Gran Teatro Falla, que recuerda al gran músico gaditano. De aquí remontamos a la cercanaplaza de El Mentidero, nido tradicional de chismes y rumores cotidianos, y volvemos a la derecha para entrar en la Plaza de San Antonio, en la que se proclamó la Constitución de 1912, la Pepa, enclavada en pleno centro dieciochesco, cuadrangular, enorme, abierta y rodeada de casonas burguesas, con la imponente iglesia de su nombre dominando uno de los laterales. De ella sale la calle Ancha, arteria principal que fue y hoy importante núcleo comercial peatonalizado, también con singulares edificaciones entre las que destaca la Casa de los Gremios, de estilo neoclásico, dedicada actualmente a la Administración universitaria, y, sobre todo, la isabelina Casa de los Mora, en su decorativa fachada de balcones y grandes ventanales. Unos pasos más y estamos en la plaza de El Palillero, popular meeting point de cita y palique.
Por zona peatonal, bajamos a la cercana Plaza de las Flores, empequeñecida por los puestos callejeros de flores y pájaros y por un continuo río de gente, con su fuente y su estatua centrales y el edificio de Correos, al fondo, luciendo en ladrillo visto y azulejos. La plaza aledaña, mucho mayor, contiene el Mercado Central, la Plaza, luminosos y limpio, con sus puestos ordenados en las galerías neoclásicas y el moderno pabellón central y con su mercadillo exterior de sorpresas varias y caracoles vivos, rodeada de un interesante caserío de tabernas y zaguanes y en pleno bullicio durante el día. Y ya casi hemos terminado nuestro periplo urbano.
Cádiz a vista de pájaro
Pero no podemos hacerlo sin rematar la faena con una visión general de la ciudad desde las alturas. Y nada mejor, para ello, que subir a la Torre Tavira, a un paso de allí, mansión de estética mudéjar con escalera de caracol que nos llevará a la terraza más alta de Cádiz para disfrutar de un recorrido panorámico, a vista de pájaro, de 360 grados. Esta es una de las torres-miradores que se construyeron en la ciudad a raíz de la expansión económica del siglo XVIII (el siglo de Oro gaditano, cuando hereda de Sevilla el monopolio del tráfico marítimo a las Indias y experimenta el mayor auge de su historia, origen del Cádiz moderno, burgués y marinero, industrioso y constitucionalista, culto y popular y cosmopolita, con alma de flamenco y habanera y ese carácter hospitalario y guasón que acaricia al visitante con el humor más fino del mundo) y de las que quedan todavía más de un centenar.
Los armadores, comerciantes recién enriquecidos por el oro del virreinato americano, las hacían edificar en sus mansiones para controlar la llegada de sus barcos transoceánicos por la peligrosa bahía y, cómo no, para rivalizar entre sí haciendo gala de su enorme poder. Nuestra torre, además de dos pequeñas salas de exposición, dispone de una cámara oscura que proyecta la imagen del exterior viva y en tiempo real, lo que permite ver qué está sucediendo fuera, en los tejados y las calles de la ciudad, mientras se va trazando un mapa visual de sus barrios, sus edificios y monumentos y todos sus puntos de interés. Y de las personas que se cruzan con el punto de mira, como estas que ahora vemos nosotros, despreocupadas e ignorantes de que las estamos observando, la mayoría hombres que están tendiendo la ropa en sus azoteas, sea por casualidad, sea por ese talante liberal de un pueblo de pueblos abierto históricamente a la independencia y al progreso, ¡viva la Pepa!
Sea como sea, subimos por último a la Plaza de San Agustín, muy cerca del punto de partida, para, sentados en una terraza a la sombra de la iglesia, refrescarnos del calor y la caminata y despedirnos de esta ciudad de sabor antillano con pocos negros y mucho salero, como reza la canción, unade las más acogedoras y alegres. Ysiempre sabia. Aunque solo sea por vieja.