Revista Libros
Las dotes como narrador de Zajar Prilepin se manifiestan de manera inmediata en la primera página: allí no nos habla de la guerra ni del ejército ni de nada relacionado con ambos; nos habla de una visión que le atormenta, en la que viaja en un autobús con su hijo adoptivo y el vehículo cae al agua, teniendo él que luchar no sólo por su supervivencia, sino también por la del muchacho. Prilepin nos describe esto con tanta fuerza que ya quedamos enganchados a la obra y a lo que quiera contarnos. El narrador ni siquiera regresa a ese punto: nunca sabremos si la visión es premonitoria, o si aquello sucedió de verdad y le atormenta el recuerdo, no sabemos si llega a tener un hijo o si sólo imagina la posibilidad de tener un hijo cuya vida corre peligro. Pero ese miedo, sea lo que sea, al final está relacionado con la guerra: pues los hombres suelen regresar de la guerra abatidos por las pesadillas, los recuerdos, las visiones…
Durante el resto del libro Prilepin alterna la historia de su noviazgo con Dasha durante sus tiempos de civil (una relación matizada por los celos, que aún siente) con las incursiones junto a los soldados por territorio checheno. El contraste entre los dos mundos es, lógicamente, brutal. La rutina de las maniobras y de las exploraciones marca la primera mitad del libro: Yegor y sus compañeros (todos ellos señalados con apodos) se dedican a emborracharse para disfrazar un poco los horrores de la guerra, a comer cuanto pueden, a preguntarse cuándo morirán y cuánto tiempo les queda de vida. En la segunda mitad, aislados en una escuela abandonada, tendrán que poner a prueba sus agallas y su capacidad para salvar el pellejo. Y es ahí donde Prilepin demuestra una vez más su habilidad para introducirnos en un infierno de explosiones y vísceras que salpican las paredes mientras los protagonistas casi se mueren de miedo. Os copio un fragmento, perteneciente a uno de esos pasajes en los que el narrador se come la cabeza pensando en una posible huida que lo libre de las batallas que le esperan:
¿Es posible que me pase toda la noche aquí acostado, sin parar de pensar? Mi vida, ¿cuánto tiempo más durará? ¿Ocho horas? Seguro que ya no serán ni ocho, cada vez queda menos y menos tiempo; han pasado ya unos segundos y, mientras lo pienso, todavía se escabullen algunos más, y mientras me digo “se escabullen algunos más”, aún… ¿Tendría que hacer algo? Tal vez salir del dormitorio ahora mismo, como si tuviera ganas de orinar, dar una palmada al centinela en la espalda, como diciéndole: no te levantes, hermano, sigue atento a la radio, voy un momento a mear… Salir y dirigirme al portal… Allí no hay centinelas durante la noche. Ir más allá del portal, fingiendo que no oyes cómo te llaman desde el tejado y caminar, caminar, después correr, a través de la ciudad, hasta el mismo Sunzha, hasta el puente… Refugiándome en los portales de las casas, ocultándome, estremeciéndome con todo el cuerpo, quién me necesita: solo, desarmado, un desertor indefenso. Cruzo el puente, allí no hay ningún punto de control, y camino durante la noche, corro, tal vez llore de vergüenza, pero no pasa nada, de eso nadie se muere… Correré hasta la frontera…
[Traducción de Marta Rebón]