Barcelona 11/09/2014 diada nacional de catalunya onze de setembre via catalana en gran via-glories-diagonal foto Ferran Nadeu
Cuando la crisis económica global se ensañó con España, en ninguna otra comunidad española los recortes fueron tan brutales. Hubo protestas, miles, en las calles. El partido de la derecha catalana se asustó y recurrió al viejo truco de la patria. Toda la culpa, dijeron, era de Madrid.
Y allí el gobierno de la derecha española, también golpeado por la crisis, vio la oportunidad y saltó sobre ella: ¿qué mejor que imitar a sus correligionarios catalanes y agitar el mismo espantajo? Así que, al mismo tiempo, Artur Mas en Barcelona y Mariano Rajoy en Madrid, pensaron que los fantasmas patrios les servirían para disimular otros fantasmas, y los llamaron a los gritos.
Es fácil entusiasmarse con la patria. Es fácil imaginarnos distintos de los otros; mejores que los otros. Es fácil suponer que todos los males vienen de los que están más lejos, los que no son nuestros parientes, nuestros vecinos, los nuestros. Es más cómodo, más tranquilizador: evita ciertos roces y evita, sobre todo, el esfuerzo de pensar.
Y, gracias a la intolerancia centralista, los catalanes decidieron reclamar un independentismo que, hace unos meses, no les urgía o no les interesaba. Y el Parlament autonómico convocó un referéndum cuya ley que lo prevé dice que si gana el sí –por mayoría simple de votos, sin mínimo de participación–, el Parlament debe declarar, en menos de 48 horas, la independencia de Catalunya.
Leído en Martín Caparrós, The New York Times en español
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