Revista Cultura y Ocio

“patria”, el desgarro euskaldun

Por Luis G. Magán @historiaymundo

Al  cerrar la última página de “Patria”, la novela de Fernando Aramburu, que nos sumerge en el dolor cotidiano que durante décadas ha ahogado el sentimiento y la vida de miles de vascos, no he podido evitar el desasosiego de quien, sin ser protagonista de la historia, la ha visto de cerca y como todos los de su generación se siente partícipe de ella.

“PATRIA”, EL DESGARRO EUSKALDUN

Es normal que, a medida que el tiempo pone distancia, algo tan trágico y que ha marcado el devenir de nuestro país como es el fenómeno de ETA y sus trágicas consecuencias,  deje de ser tabú y los medios de comunicación y la ficción lo integren en su día a día.

Será por eso por lo que en poco tiempo, además de este relato de la intrahistoria euskaldun, que plasma magníficamente Fernando Aramburu en su novela, historias como la de “El Padre de Caín”, que muestra otra parte del conflicto o incluso alusiones en series populares como “Cuéntame” se asoman a la pantalla de televisión, fantasmas de un pasado cercano han vuelto a mi memoria.

En Patria nos adentramos en una cara de la tragedia que quizás para la mayoría de los que vivimos fuera del País Vasco nos resulte menos conocida pero que ahonda en el germen de su origen, en la parte más difícil de entender, en su irracionalidad misma.

“PATRIA”, EL DESGARRO EUSKALDUN
Hace tiempo en una entrada de mi blog me acerqué a los orígenes de ETA, a aquellos  cachorros nacionalistas formados en los valores tradicionales de una sociedad tan cerrada como la vasca que, ante la actuación represiva de la dictadura, acabaron provocando una espiral de violencia que lejos de acabar con la llegada de la democracia se enquistó y aumentó el dolor y la barbarie exponencialmente.

Pero explicar o intentar justificar su existencia en la lucha contra  un enemigo exterior, es algo tan simple como falaz. En la serie “El Padre de Caín”, un personaje como Rafael Vera, alguien tan polémico e implicado durante años en la lucha del Estado contra ETA, se acerca a esa parte de la historia, a ese sentir cotidiano de los que aislados de la sociedad, luchaban día a día contra algo que les era ajeno y muchas veces no podían comprender,  dejando en el camino un rastro de dolor y sangre que les arrebataba a menudo sus propias vidas.

Fernando Aramburu nos acerca a un mundo más cotidiano, el que se fue creando a medida que los años pasaban y el conflicto no encontraba una salida. El que en las ciudades hacía que los silencios cómplices aparecieran en las familias y en las cuadrillas y en los pueblos  abría brechas profundas e iba señalando a las víctimas y a los culpables, a la vez que sembraba a través del odio la semilla que germinaba en jóvenes capaces de llegar a matar, incluso a sus propios vecinos.

No es un relato singular el que nos acerca Aramburu en su libro porque esa ruptura social fue común en muchos pueblos de Euskadi,  pero plasmar el proceso como él lo hace agranda el sentido la obra. Personalmente no he podido evitar un escalofrío cuando a medida que me sumergía en la lectura e iba conociendo a los protagonistas de esta  tragedia, reconocía en ellos a personas reales a las que un día me acerqué a través de un encuentro un tanto peculiar.

En mi caso, tuve la oportunidad de conocer a un hombre especial, una persona que cada quince días llegaba con su camión a mis instalaciones y, subido en su imponente grúa, cargaba  las toneladas de hierro que generábamos para transportarlas al corazón de la industria vasca para que allí, aquella chatarra informe volviera a tener una segunda vida. El destino concreto de aquel material era Beasain, en el corazón del Goierri Guipuzcoano.

Un  hombre grande y fuerte, que  podía ser un camionero más de los muchos que todos los días atravesaban las puertas de mi empresa conduciendo sus enormes bestias de carga, pero que por sus maneras, su exquisito trato, su educación, siempre me pareció alguien diferente. No fue hasta  un día en el que el trabajo se complicó y dado el retraso nos fuimos a comer juntos, cuando pude conocerle un poco más. Mientras compartíamos mesa, tuve la oportunidad de ver a una persona distinta, a un vasco amante de su tierra, alguien que antes de subirse al  camión con el que hacía muchos años que se ganaba la vida, me confesó que había sido profesor.

Él, que hoy manejaba con destreza las palancas que hacían funcionar las poderosas garras que recogían la chatarra, hace años desde las aulas, había intentado educar a una generación de muchachos nacidos en una tierra dura y en un tiempo difícil, y donde impotente ante una realidad que le superó, abandonó la enseñanza y dio un giro a su vida para, sin apartarse de sus raíces, dejar a un lado una realidad contra la que no podía combatir.

Me confesó que por sus clases pasaron muchachos que se convirtieron en pistoleros de ETA y que el cambio irracional que se fue produciendo en ellos dejó fuera cualquier razonamiento lógico. Había una conclusión clara para él,  la incultura era lo que abonaba el fanatismo, lo que llevaba  a esa cerrazón y a esa falta de empatía que convertía a los hombres en bestias.

Se confesaba incapaz de dialogar con animales y por eso en un momento determinado tiró la toalla y se buscó la vida dejando a un lado sus conocimientos y marchándose a vivir fuera de su pueblo, pero no de su “Patria”, compró un piso en San Sebastián, y desde allí consiguió un trabajo digno pero sencillo y siguió adelante. Pero había algo más, había mucho más. Me habló de la historia de su hermana, sus sobrinos, su cuñado. De un hombre emprendedor, amante de su pueblo y sus costumbres, orgulloso y combativo, alguien que se resistía a las imposiciones y no concebía abandonar su tierra.

Me habló de los años de acoso, amenazas y miedo, de los silencios cómplices, de las miradas esquivas, del progresivo aislamiento, de las coacciones y el impuesto revolucionario. Me habló de un maldito vídeo irresponsable que le puso en el punto de mira y le condenó. Y, por fin, del terrible crimen, de la muerte cobarde que le encontró en un callejón oscuro cerca de su casa en plenas fiestas del pueblo, mientras el ruido de las charangas, que no cesaron ni después de que su sangre fuera derramada, se hacía cómplice de los asesinos.

Y de lo que vino después, el dolor impotente, la rabia contenida, la culpabilización de las víctimas, las cobardes llamadas insultantes que seguían llegando a la casa de su hermana, y el crimen sin castigo de un asesino anónimo amparado por una sociedad enferma. Pero también me habló del coraje de sus sobrinos y de la familia de su cuñado, que sin rendirse habían sido capaces de continuar con su sueño, con su empresa, que por aquel entonces y me consta que aun hoy sigue adelante con más fuerza si cabe.

Este no es un relato único, son cientos los empresarios vascos que han sido extorsionados durante décadas y decenas los asesinados por sus “compatriotas”.Y, aunque aún hoy los caminos paralelos de las víctimas y los verdugos que recorren los protagonistas de la novela de Aramburu acortan sus distancias, están lejos de confluir en uno solo.

Euskadi hoy  es un soplo de esperanza en un mundo temeroso y cada vez más hostil, que se repliega día a día bajo los dictados de un discurso viejo y totalitario, que al calor de prejuicios y fronteras nos acerca poco a poco al abismo,  que como bien decía aquel hombre sabio, la incultura y la ignorancia ha enterrado en el olvido.

Solo espero que la intransigencia y la falta de visión de los que nos gobiernan no empañen la esperanza de una paz definitiva y por encima de banderas y falsas patrias, seamos capaces de encontrar al final del camino el calor del abrazo definitivo, que cierre por fin el Desgarro Euskaldun.


“PATRIA”, EL DESGARRO EUSKALDUN

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