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No tiene demasiadas obras maestras la novela negra. Los autores suelen atenerse a un esquema muy definido y cómodo y apenas introducen novedades. La repetición es lugar común en un mundo con tantos inspectores de vida personal complicada, detectives de moral poderosa, delincuentes incomodados. Todos poco incómodos, manejados por un demiurgo que se luce y no los deja vivir en libertad o que los obliga a ser parte de una trama en la que los personajes son apenas esbozos. El que obtiene un éxito suele insistir, repite logros y puntos de vista. Si es con un personaje, lo explota hasta que en ocasiones acaba convertido en caricatura. O ambos. Por eso, en la novela negra hay poco riesgo habitualmente, cuanto más se avanza en la lectura de un libro menos te sorprendes. Y constatas que los autores son habitualmente de mentalidad reaccionaria, aún pendientes de quién mató a quién, por qué y para qué: limitaciones autoimpuestas y ya superadas pues desde los inicios del género ha llovido mucho. Tambien P.D. James tiene un personaje icónico, al que dedica un buen puñado de novelas, notables algunas de ellas, no en vano se trata de una de las mejores plumas que ha dado la novela negra. Sin embargo, Sangre inocente no pertenece a ningún ciclo, no se vale de personajes conocidos, no se ampara en una manera de hacer muy conocida para la autora. Y es una obra maestra. Una de las pocas de este género, en el que hay muchas notables, bastantes de buena calidad e infinitas de mediocre calidad, simplemente repeticiones y copias y copias de copias. Sangre inocente es una obra maestra porque incomoda, porque invita a entrar en territorios que no están trillados, porque tiene unos personajes vivos y una escritura sobresaliente. Y porque su autora da una lección de humanidad, de conocer a las personas y de entenderlas, de saber cómo tratarlas y aceptarlas, de cómo perdonarlas y amarlas con sus defectos tan absolutamente auténtica y conmovedora que apabulla en su sencillez y su transparencia, su pureza y su ahínco, la de una maestra de la literatura en su más alto grado, en su momento más brillante y esclarecedor, el que toca a unos pocos durante todo una carrera, tras vaciarse y llenarse de mucho que no se asimila de primeras y va formando un poso que cuando cuaja deviene un fruto esplendoroso. El sublime final de esta novela conoce pocos parangones, las siete últimas páginas, en las que desembocan todos los fuegos y en las que fulgen todos los hielos es extraordinario, y en su naturalidad, en su vencimiento de todos los poderes fútiles hay una llamada a la dignidad, a la empatía, a la permanencia como pocas veces hemos tenido oportunidad de ver, leer y compartir. Mucho más allá de la sorpresa final, del embobamiento hipnótico, de la palmada ante los ojos ya atónitos, la gran aportación de P.D. James consiste en nombrar con cordialidad, en no demonizar, en rendirse ante quienes son mejores porque no se han mentido ni han buscado la destrucción ritual y además mantienen en la memoria los actos de otros a quienes echan de menos después de dejarlos voluntariamente solos y heridos en lo que se llamaba amor y era sentir más vivo al otro que a uno mismo, ejercicio casi inexistente en la actualidad, realidad de un pasado no muy lejano que nunca desaparecerá mientras haya personas que defiendan el derecho de los demás a equivocarse. Todo en esta novela tiene varias lecturas. Todo está pensado para que el lector releea. Todo está escrito para que el lector disfrute y se pregunte si no se estará equivocando cuando sigue un camino e imagina qué pasará más adelante. Pero no hay trampa, no hay juegos: hay una clara luz que ilumina a quien se ha incomodado a sí mismo, a quien se ha hecho preguntas profundas, a quien ha ido de verdad más allá de la palabra y de la escena y de las imágenes. Se parte de una venganza, tema clásico, y a partir de ahí nada será como se espera en una novela de fácil consumo y olvido. La escritora, personalmente conservadora, suelta las riendas, se olvida de sí misma, permite que brote la verdad que solo los grandes creadores hallan cuando en sus manos hay algo poderoso y palpitante y sigue a la materia y encuentra dentro de ella lo maravilloso, lo mejor, lo verdadero, lo que era único y único es dado a otras manos, a otros deseosos de conocer lo que mueve a los que han conocido a la asesina de una niña, a los que han adoptado a la hija de la asesina, a lo que impele a matar al padre de la pobre niña asesinada. Trasciende P. D. James porque sin abandonar la novela negra la llena de la pulcritud y la inteligencia del estilista aplicado a una tarea concreta, de la grandeza del drama y del melodrama que no encalla en la lágrima ni en el desasosiego epidérmico: así, como otros grandes autores de la literatura, orilla la autora todo moralismo, plantea situaciones y diálogos que suenan auténticos y se aparta de sus limitaciones y sus puntos de vista para crear personajes que no mueren al cerrar el libro, eso que muy pocos han conseguido en tantos siglos de literatura. Creo que es un esfuerzo bien recompensado, porque Sangre inocente es una de las pocas -cinco o seis- obras maestras que yo he encontrado en la novela negra después de muchos años de lecturas.