Revista Opinión
Entre los muchos problemas que aquejan a la iglesia católica, hay uno que no ha sabido, podido o querido afrontar con sinceridad y firmeza: el de la pederastia. No son casos aislados en los que un sacerdote, amparado en la superioridad de su magisterio y de su edad, abusa sexualmente de menores con los que se relaciona en parroquias o escuelas donde ejerce su función. Abusos que en la inmensa mayoría de las ocasiones quedan ocultos por el silencio de la víctima, reacia a denunciarlos por la intimidación que la autoridad eclesiástica hace prevalecer y una voluntad doblegada por el miedo, la vergüenza y la impotencia. Sin embargo, en los últimos años comienzan tímidamente a desvelarse ultrajes cometidos por pedófilos con sotana que están siendo denunciados, investigados y comprobados, sin que la jerarquía católica adopte ninguna medida contundente para condenarlos y castigarlos como merecen y como lo que son: delitos, no sólo pecados o faltas que se solventan con el perdón y un cambio de destino del “tentado por la carne”.
Justamente esa falta de interés por castigar y enmendar sus “pecados” es lo que reprochala ONU al Vaticano: no reconocer “la magnitud de los crímenes sexuales” que el clero ha cometido contra muchos menores de edad, favoreciendo que queden impunes por su negativa de entregar a la justicia a estos criminales. En un implacable informe de la Comisión sobre los Derechos del Niño, la ONU acusa abiertamente a la Santa Sedede no prestar protección a los niños expuestos a las aberraciones de religiosos pederastas, los cuales, ante la carencia de medidas correctivas y coercitivas eficaces, siguen abusando de ellos de forma sistemática. La iglesia católica, como institución, se comporta de manera cómplice, al inhibirse de presentar denuncia, de las “decenas de miles de casos” que se han producido o se siguen produciendo en su seno y por sus miembros.
Ningún santo pontífice de Roma ha combatido con severidad unos escándalos que, no sólo causan el descrédito de la organización religiosa, sino que corroen los cimientos morales en los que basa su razón de ser y su discurso. En una actitud endogámica, la iglesia prefiere negar los hechos y hasta ocultarlos antes que afrontar un problema que las autoridades civiles deberían perseguir con mayor celo, evitando que se diluyan entre las penumbras de los templos. Tan reacia es la iglesia a castigar a sus “pecadores” que prefiere indemnizar a las víctimas a cambio de desistir de procesos penales, aunque ello acarree la bancarrota de algunas diócesis. O adoptar posturas defensivas de supuesta incapacidad para evitar los delitos cuando declara que “somos pastores, no policías”. O pensar que la proliferación de denuncias sobre pederastia forma parte de un plan mediático perfectamente orquestado contra la iglesia y sus sacerdotes. Cualquier cosa antes que reconocer su gravísima culpa: no enfrentarse a los delitos que comete su personal con hábito y denunciarlos ante la justicia.
Y es que a la iglesia católica le parece más grave abortar que abusar de un menor. No ahorra críticas de las iniciativas favorables a la interrupción del embarazo, encabezando manifestaciones en contra de este derecho de la mujer, pero en cambio es incapaz de condenar las atrocidades cometidas contra niños indefensos por miles de religiosos en todo el mundo. Dice defender la vida de una “persona” en estado celular embrionario, en una concepción distinta a la científica, pero no le importa destruir la de un inocente niño al que un sacerdote traumatiza de por vida o le provoca graves trastornos psicológicos. La iglesia traiciona sus propias normas cuando opta por amparar a un delincuente sexual entre su clero antes que poner en riesgo la imagen y el prestigio de su estructura orgánica, la institución religiosa. Y se equivoca.
Se equivoca al cometer dos errores que socavan la credibilidad y la confianza, no sólo entre los fieles sino también de la sociedad en su conjunto, de una institución religiosa que no renuncia a servir de guía espiritual de la sociedad y pretende orientar la acción de la política. Es un error no expulsar de sus filas a los sacerdotes que violan tan gravemente sus propios preceptos morales e intentar ocultarlos con traslados de parroquias o piadosas excusas exculpatorias. Tres avemarías y un padrenuestro no resuelven la violación sexual de un menor ni lavan la afrenta porque el pederasta no recibe castigo alguno que impida volver a cometer su delito. La iglesia comete el error de dejar que el mal siga en su seno pudriendo su estructura, sin atajarlo ni extirparlo.
Y se equivoca también al pretender aislar los casos de pederastia simplemente con medidas “morales”, obviando las respuestas civiles ante delitos que no distinguen categorías sociales. Un sacerdote es, en primer lugar, un ciudadano que, además de las normas que voluntariamente abraza al integrarse en una orden religiosa, está sujeto obligatoriamente al ordenamiento legal del Estado de derecho. Y si realiza un delito contemplado en el Código penal, deberá responder por él ante los tribunales de justicia que resuelven estos casos, no sólo ante la autoridad eclesiástica de su institución religiosa. No hacerlo así traslada la sensación de “privilegios” al personal religioso que le confieren impunidad por hechos que el resto de los ciudadanos deben ventilar ante la justicia. Un distingo que, evidentemente, ocasiona el descrédito y el repudio de la institución “privilegiada”.
La iglesia católica no sabe o no quiere afrontar el mal de la pederastia que anida en su seno. Siempre ha vivido con él y su sospecha le ha acompañado en cualquier lugar del planeta donde exista una comunidad religiosa de sacerdotes católicos, únicamente masculinos y obligados al celibato. Es posible que enfrentarse al problema requiera reflexionar sobre unos votos que, más que facilitar la espiritualidad de la conducta, exacerben en algunos casos la “animalidad” del sujeto. Pero, en todo caso, lo que es insoslayable es que, ante un delito de pederastia, el delincuente debe ser entregado a la justicia, vista sotana o pantalones.