Roberto Peñalba. A finales de los años
setenta, todos los jóvenes escritores anhelábamos parecernos a él:
alto, atractivo, carismático, con esa melena calculadamente
desaliñada, la mirada inteligente y cautivadora y, sobre todo, con
esa facilidad para convertir cualquier cosa que escribiera en una
obra de calidad innegable y de éxito asegurado. Posiblemente era uno
de los pocos autores españoles que podían vivir de lo que
escribían. Un afortunado.
—Mira
—me
decía Luisa señalando con el índice la ventana de un sexto piso—
. Ahí, donde hay luz y la
persiana está levantada, es donde vive Peñalba. Precisamente esa
ventana es la de su cuarto de trabajo.
Me quedé embobado mirando el lugar indicado, cuando, de pronto, un proyectil de papel hecho bola desechable salió desde la ventana del escritor y vino a caer a la calle justo delante de nuestros pies.
—¡Ostras, tú! —exclamé— . Lo acaba de tirar.
Y
sí, lo acababa de tirar. Era en efecto un gurruño volandero y
voladero, un ovillo de papel manuscrito que el destino nos brindaba
en exclusiva.
Cuando lo recogimos del suelo y lo desenvolvimos,
comprobamos que se trataba de fragmentos de un texto, tal vez
poético, que el autor había hecho pedazos deliberadamente. El
texto estaba escrito a mano con tinta negra. Ahora tan solo era una
bola de papel, un batiburrillo inconexo de frases cortadas y palabras
arrugadas.
Nos apresuramos a desenrollar los trozos para ver qué
ponían.
Estuvimos un rato especulando sobre el contenido. Nos
rompíamos la cabeza intentando adivinar su significado.
Acabamos en mi casa. En el suelo del
comedor fuimos colocando desplegados los pedacitos que antes formaban
parte de la bola de papel. Como si se tratara de un puzle, queríamos
recomponer las palabras y luego buscábamos sentido a las mismas,
combinándolas entre sí, formando posibles sintagmas u oraciones
con ellas.
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¿Si un autor tira a la papelera su trabajo porque no le gusta, deja de ser propietario de lo creado?
¿Había que dejar el texto como estaba, hecho pedazos, pues esa era la decisión de su creador cuando lo convirtió en un proyectil que llegó hasta nuestros pies como un regalo caído del cielo?¿Era un delito apropiarnos de su contenido o difundirlo en nombre del autor?
Estas y otras consideraciones nos venían a la mente.En todo caso siempre nos quedaría la sensación de estar cometiendo algo prohibido, un robo o peor aún: un sacrilegio, una profanación.Tras numerosos intentos infructuosos, al final llegamos a dar sentido a todo el conjunto. ¡Por fin! El texto decía:
Curioso lector: parece que has logrado juntar todas las piezas de este puzle y darle sentido. He de felicitarte por tu tesón y paciencia; pero no esperes un poema ni un cuento, tampoco una recompensa. Simplemente me he entretenido un rato con el fin de encontrar a un puto ingenuo que espera del cielo un milagro en forma de regalo literario, pero los milagros no existen y yo no regalo nada sino que cobro por ello. Espero que te hayas divertido. Abur.
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Relectura a modo de homenaje del relato de un clásico: Una bola de papel, de Dino Buzzati.
Un rendido tributo mío a este autor, como en su día hice lo propio con Julio Cortázar, Stevenson, Kafka, Monterroso, Homero, Dickens, Cervantes, Francisco Ibáñez... Y que me perdonen todos por el atrevimiento.