Revista Diario
Se llama Rosario. – Como las mujeres –me dice– Es que nací el día de la Virgen del Rosario y mi padre era muy religioso. Pero él es muy macho, de esos de pelo en pecho y cadena gorda de oro. – ¿Desde cuándo tiene dolor? –le pregunto. Y Rosario se ríe, aunque en su risa no hay ni gota de felicidad. – ¿Y cuándo no? –responde– La primera vez que me dolió algo tenía seis años. Vi morir a mi mejor amigo. Nos atropelló un camión. A mí no me paso nada. Él siguió moviéndose un rato sin cabeza como las lagartijas. Me quedo helada mirándole. La imagen me ha impactado tanto que me ha borrado las palabras. – La siguiente vez fue a los ocho: mi padre se murió y mi madre nos puso a trabajar a todos en el campo. Me dolía la espalda y el cuello. Así los tengo. Me dormía todas las noches llorando. Siento una oleada de compasión por aquel niño que fue el Rosario que tengo ahora delante. Y al mismo tiempo doy gracias de que los míos no tengan que hacerlo. – Me casé. Y tuve una hija. Salió mal: el matrimonio y la hija. Mi mujer está enferma. Mi hija lo heredó. Y murió cuando tenía diez años. Por una negligencia médica. Y le prometo, doctora, que ese es el mayor dolor de todos. No pregunto. No quiero saberlo. Rosario me vomita su vida sobre la mesa. Le duele todo: la espalda, el cuello, el alma. – La hija que nos queda tiene una parálisis cerebral. No puede moverse. Así que, con esta espalda, tengo que cargarla para bañarla y sentarla. Rosario no quiere pastillas. Ha venido a verme por si puedo ayudarle con alguna técnica. – Es que tengo que trabajar. Y con pastillas no puedo, que me atontan. ¿Y quién lleva sustento a esta gente mía? Se llama Rosario. Como las mujeres. Pero es un hombre, de los de pelo en pecho. De los que se echan la vida como un fardo a la espalda. Y tiran para delante, le pese a quien le pese.