Es una tarde desapacible y extraña en la ciudad. Hace bochorno y la tormenta, que desde hace horas viene amenazando con caer, únicamente deja escapar unos goterones escasos y pesados que ensucian los parabrisas de los coches aparcados, como si estuvieran cargados de barro en lugar de agua. Un viento caprichoso, que sopla a rachas, remueve el aire caliente y cargado de polvo, como puesto a cocer en una marmita, y asfixia a quienes se atreven a respirarlo.
Cruza la calle Amposta una mujer guapetona, vaqueros desgastados y camiseta escasa, y avanza pegada a las deprimentes fachadas de ladrillo de los edificios, que están sucias de pintadas y carteles viejos, descoloridos por el sol y ajados por la lluvia, en los que un Felipe sonriente pide el sí ciudadano. Camina deprisa, con la cabeza agachada, huyendo del agua, del polvo y de la basura que el viento arrastra y desplaza de un lado para otro. Llegando a la esquina con la avenida Simancas, empuja con fuerza la desvencijada cancela del portal y entra. El interior está oscuro, sucias las escaleras y las paredes mohosas y salpicadas de desconchones. En una puerta de la primera planta se ve un cartel escrito con rotulador grueso que dice: Peluquería Purina. La mujer abre la puerta, que está solo encajada, y entra.
¬–Qué tiempo más raro hace, parece de una película de ciencia ficción.
–Es su momento, ¿qué quieres?. Ventarrón, calor y tormenta. Nos quejamos de oficio. Después vendrá el frío, y también nos quejaremos. Con el tiempo nunca estamos conformes.
Pero Reme ya no la atendía. Estaba concentrada, frente al espejo, en arreglarse los mechones de pelo fino y enredado que se le habían escapado de la coleta, y en mirarse las pequeñas pero ciertas estrías que se iban apoderando de los alrededores de sus ojos, de las comisuras de la boca y de la frente ancha. Estiraba la piel con los dedos, regresándola a la tersura de hace una década. Finalmente, se quita el lazo elástico y, mesándose el pelo repetidas veces con ambas manos, vuelve a colocárselo. Observa a su hermana, que está atareada limpiando unos boles y paletas de aplicar tinte, y siente una punzada de remordimiento, débil, apenas una pellizquito inconcreto; y aún así, incómodo. Por eso pregunta:
–¿Todavía aquí?
Pura demora la contestación mientras termina de enjuagar el recipiente, lo seca someramente y lo deja sobre un escurreplatos. Hay en su rostro una expresión concentrada y seria, casi hosca, que disgusta a Reme. Justamente ahí empieza un territorio desconocido e imprevisible, una mujer extraña sobre la que no tenía más control que sobre los fenómenos atmosféricos.
–Habíamos quedado en que vendrías a cortarte las puntas -le dice con una entonación contenida, pero donde la contrariedad está presente-, ¿es que se te olvidó?
No, claro que no, piensa Reme, pero no le apetecía venirse cuando estaba tan interesante la cosa en el bar del Pollo, y además, ella seguiría aquí más tarde, lista para cortarle las puntas, ponerle mechas o arreglarle lo que fuera.
–Uf, eso fue hace una eternidad, Purina, ya ni me acordaba.
–Vaya, qué delicada eres ignorándome con tanta ostentación -se había puesto unas gafas de montura roja, se había sentado en un pupitre lleno de papeles y facturas que examinaba-. Y te has acercado para algo en particular o por el gusto de hacerme una visita.
Levantó la vista de un fajo de octavillas dispares que sostenía en la mano y la miró directamente con los mismos ojos escrutadores de los viejos tiempos, cuando el padre reclamaba una cuota de dolor y sangre por cada travesura.
–Mira hermana, lo sentiría, de verdad que lo sentiría, si supiera que te quedabas por mí, pero sé que no, -le salió la voz un poco apresurada y chillona, pero controló el tono y relajó el ritmo-. No es tu estilo. Te gusta dejarte la vida en este cuchitril. Este… -dejó la frase en el aire y la completó con un gesto de torero-. Lo que no entiendo es cómo te quedan ganas para trabajar con este sofoco que derrite el ánimo. Por más voluntad que se le ponga, es que no se puede. Yo no podría –añadió, e inmediatamente cerró la boca queriendo sujetar con los dientes las palabras que eran ya patrimonio del aire y del oído de su hermana. Y al ver su fugaz sonrisa, fugaz y escueta, deseó doblemente no haberlas dicho.
–Qué quieres que le haga -dijo con tono de resignación-, el dinero hay que ganarlo todos los días. Ese no entiende de fríos ni calores.
–Ganarlo, sí, hermana, pero no dejarte la vida en el empeño.
Reme observaba atentamente el rostro de Pura, donde aún quedaba un rastro de la sonrisa o, al menos, la huella que dejara en la blanda superficie de su mejilla. Su hermana pareció no oírla, y continuó:
–No entiende de horas ni calendarios, de sábados ni domingos, sólo de curro y de más curro. Y, si aún así no alcanza, de más curro todavía.
Ahí te duele, verdad, jodía, pensó Pura, en el curro: es donde resentimos el golpe. Currar, que es lo que tú no has hecho en la vida. Por eso no lo entiendes, por eso lo envidias.
–Que yo sepa –dijo Reme, alzando nuevamente la voz-, no hay nadie en este barrio que tenga abierto el negocio hasta el puto sábado por la tarde para hacer la permanente a cuatro viejas.
–Un poquito de respeto con mis clientas, por favor, que las tengo de todas las edades. Y unas cuantas, más jóvenes que tú.
–Ya será menos; pero mira, me juego lo que quieras a que esta tarde no has tenido a ninguna jovencita, ni siquiera a alguien de mi edad, sino a solteronas arrugadas y viudas solitarias, de las que tienen un rebaño de gatos gordos y caprichosos en casa para que les hagan compañía, pero aun así se aburren y vienen aquí en busca de un poco de charla. Seguro que no tenían prisa por terminar.
Reme se mueve por el reducido local, cortando el aire estancado y sólido que se cierra tras ella sin circular. Muebles de escombrera, náufragos de contenedor, amenazan con comerse el espacio libre. En sus estantes y repisas, atiborrados de productos, reina un caos irreversible. Hay una radio sobre un pequeño anaquel, donde los tintes se mezclan con una pila de casetes, la enciende y sintoniza una emisora. Suena la voz de Manolo García, El último de la fila, cantando su Insurrección, y Pura deja el bolígrafo y levanta la cabeza de los papeles, más sorprendida por la música que por las palabras de su hermana.
–Y qué, Reme, si es así. Tendrán derecho a entretenerse y buscar quién las escuche. Ya nos tocará a nosotras ser un par de vejestorios; en camino vamos como quien dice, y ahí te querré ver.
–Pues eso, ya nos llegará, pero mientras tanto hay que disfrutar más de la vida, salir por ahí, ir al cine, a bailar. Tienes cuarenta tacos, tía, no sesenta.
–Cuarenta y uno –puntualiza Pura.
–Antes salías más, sabías divertirte –continúa Reme-. Es cuestión de organizarse el tiempo, Purina, mejorar la clientela, yo qué sé. La vida está ahí fuera, ¿no la sientes?, y se mueve muy deprisa. Creemos que la verdadera vida es algo que tendrá que venir más tarde, pero no es así: todo ocurre hoy, no mañana, y si no estás en medio, te la pierdes. Cada minuto que se va, jamás vuelve, por eso hay que aprovecharlo.
–Vamos, aprovechar el tiempo como lo aprovechas tú.
–Paso de ti. Intento animarte y me pagas con ácido.
–No, yo soy la que pasa de ti y de la filosofía barata que te manejas desde que te ha dado por pensar –se levanta con brusquedad, agitando en la mano una libreta-. Estoy haciendo las cuentas, a ver si te enteras, y todas esas chorradas de divertirme y organizarme, o de organizarme para divertirme ¿no es eso?, no me sirven. No me sirvieron antes y tampoco lo harán ahora. Esto es un negocio: hay que anotar lo que entra y lo que sale. Y no se necesita que estudiar para saber que si sale más de lo que entra, malo, y si se gasta poco pero se gana poco, también malo; que es exactamente lo que me sucede. Y tengo que ahorrar en lo que sea y trabajar hasta que reviente porque no me puedo permitir subir los precios, ni elegir a la clientela, ni cambiar a mis vejestorios, como dices tú, por señoras de postín, entre otras cosas porque no hay ninguna de esas en todo el barrio y, aunque la hubiera, ten por seguro que no vendría a este local, que ni está preparado, ni tiene permiso de apertura, ni tengo yo los papeles en regla, ni nada. Y todavía me doy con un canto en los dientes, fíjate bien, porque medio mundo está en el paro y yo al menos tengo cómo ganarme la vida.
Mientras su hermana habla, Reme se ha acercado al tocador y tamborilea con los dedos sobre él, siguiendo el ritmo de la música, “barras de bar, vertederos de amor”
–No te busques coartadas, guapa, que ya nos conocemos, de sobra. Te gusta estar en este cuartucho, reconócelo. Aquí te sientes segura y a salvo, controlando lo que se mueve por debajo de tu ventana, como una araña en su tela.
–¿Así me ves, como una araña?
–Disfrazada de hormiguita hacendosa.
–¿Sí? Y tu serás entonces la cigarra, que se pasaba el santo día de acá para allá, sin oficio ni beneficio, cantándole a la luna.
–Esos son los grillos, Purina.
–¿Qué grillos?
–Los que le cantan a la luna. ¿Ves como tengo razón?, me etiquetas de cigarra y te apropias el papel de hormiguita. Es como te gusta que te vean, ¿verdad?, recogiendo los granitos para cuando vengan mal dadas… Pobrecita, qué poco te cunde el trabajo.
–No voy a entrar al trapo; no tengo ganas de discutir. Pero en una cosa sí te doy la razón: en que estoy rendida. Llevo pringando desde las nueve. He parado nada más que para comerme un perrito caliente y otra vez al tajo. Y toda la tarde con esta chicharrera que la quema a una que no veas. ¿No se me nota?
Reme se fija en la cara de su hermana, avejentada por un ejército de voraces arrugas que el deficiente maquillaje no alcanza, no ya a esconder, si no siquiera a disimular, y por las evidentes canas ganando cada vez más terreno en una cabellera que, pese a su oficio, no se anima a teñir; se fija en las minúsculas gotas de sudor que se le han formado en la frente y sobre el labio superior, y en los ojos caídos donde, sin embargo, brilla esa lucecita porfiada que las hace tan diferentes.
–Sí, hija, se te nota.