Vuelvo a la escena «crítica» -permitidme el atrevimiento- para hablar de un precioso montaje que he visto casi al borde de la campana en el teatro de La Abadía: «Penal de Ocaña», dirigido por Ana Zamora, e interpretado por una de las actrices -lo digo de entrada- por las que siento más admiración: Eva Rufo. Pero como llevo varios meses sin expresar en este blog mis opiniones, no quiero olvidarme de varios montajes que han dejado huella en mi en este tiempo: el «Hamlet» de Miguel del Arco (y de Shakespeare, naturalmente), con esa mirada profunda y reflexiva de su director y la prodigiosa encarnación (lo suyo no es una interpretación solamente) de Israel Elejalde; «La respiración», de Alfredo Sanzol, un resuelto y brillante desahogo; la imponente y necesaria «Numancia», de Cervantes, dirigida por Juan Carlos Pérez de la Fuente; una fábula de José Luis Alonso de Santos, «En el oscuro corazón del bosque», tan sencilla como hermosa, con Luisa Martín y Manuel Galiana; la incisiva «Muñeca de porcelana», de David Mamet, con un deslumbrante José Sacristán; y la caleidoscópica «Cuento de invierno» que presentó en el María Guerrero Declan Donnellan.
Toca ahora hablar de «Penal de Ocaña», una función con la que Ana Zamora ha rescatado la memoria y las palabras de su abuela, María Josefa Canellada, una lingüista asturiana que escribió, en los años cincuenta, «Penal de Ocaña», en la que recogía su diario en los años de la guerra civil en los que trabajó como enfermera voluntaria. No hay en sus palabras resentimiento, rencor ni odio; solo dolor, incredulidad, amor y esperanza.
De un texto que trata de arrojar luz sobre la oscuridad, optimista y esperanzado, que descubre a una mujer fundamentalmente buena, Ana Zamora dibuja un espectáculo primoroso, armonioso, de latido constante y cargado de puntillistas pinceladas precisas y diamantinas. Sin más aderezos que una maleta y un piano que interpreta, esmeradamente, Isabel Zamora, avanza por la historia con pasos cuidadosos, y la convierte en una sinfonía donde se alternan hábilmente los adagios y los allegro.
Contribuye a ello la emocionante interpretación de Eva Rufo, una actriz de porcelana, siempre elegante y distinguida, de palabra diáfana y gesto cristalino. El suyo es un viaje radiante, contagioso, luminoso, que contribuye -y cómo- a hacer de «Penal de Ocaña» una auténtica joya.