Las carreteras locales de Castilla, que tejen su red grisácea entre sembrados, amapolas y barbechos, están aún solitarias en estos últimos días de la primavera. La cinta de asfalto se desliza bajo las ruedas de Rosaura con docilidad y amable alternancia de curvas, lomas y llanos, que me hacen pasar los quilómetros sin sentirlos. Y ya empieza a declinar un poco el sol cuando llego a uno de los pueblos más carismáticos de Burgos: Peñaranda de Duero. En cuanto lo he avistado al final de una recta –su castillo perfilándose contra los azulados montes lejanos– he comprendido que esta noche voy a hospedarme en esa villa.
Llegando a Peñaranda desde el sur
Arévacos y vascones poblaban esta región antes de la llegada de los romanos, que a pocas leguas de esta peña fundaron Clunia, la dos veces nacida; ciudad que, aunque mucho ha desaparecida, gozó entonces de gran esplendor y tuvo jusisdicción sobre estas tierras. Pero poco –si algo– queda ya en Peñaranda de época tan lejana, a no ser unos mármoles expoliados de sus ruinas.
La carretera que traigo muere justo enfrente del arco que fue puerta de la antigua muralla; circulación prohibida, eso me gusta. Dejo la moto junto a la acera, sin cuidarme de candarla, y paseo la vista a mi alrededor. Dos niñas se persiguen por entre unos setos, una señora en delantal baldea su acera y unos hombres beben cerveza bajo unos soportales: Hostal Fulanita. Ahí encamino mis pasos. La dueña, charlatana y amable, me muestra un cuarto pequeño y decente que me pide pagar por adelantado; bueno está: el precio me acomoda.
Si ya Peñaranda me dio buena impresión desde la distancia, al pasar bajo el arco su plaza me cautiva: irregular, empedrada, pura, flanqueada por viejas casas de soportales y dominada por la imponente presencia de los dos edificios que conforman (junto con el castillo que destaca sobre los tejados, alzado en su peña) el patrimonio artístico del pueblo: el espléndido palacio de los Zúñiga Avellaneda y la esbelta iglesia de Santa Ana, antigua colegiata abacial por bula de Paulo V en 1605.
Frente a la puerta de la plaza, el palacio de los condes de Miranda
Mi vista se esparce por los sillares, por la magnífica puerta columnada, por frisos y ventanas de la enorme fachada del palacio, construido hace quinientos años por los Francisco Avellaneda, padre e hijo, sucesivos condes de Miranda del Castañar. Los Avellaneda fueron señores de la villa desde el s. XIV y, al emparentar con los Zúñiga, convirtieron Peñaranda en el centro de su mayorazgo. No fue sino tras la muerte de Juan Zúñiga Avellaneda, primer Duque de Peñaranda por concesión de Felipe III en 1608, antiguo virrey de Nápoles y conde consorte de Miranda, cuando el palacio comenzó su decadencia, seguida de abandono y posterior expolio, durante dos siglos, por parte de sus administradores. Recayó en la casa de Alba años después de que, en 1829, muriese sin descendencia Mª Carmen de Zúñiga, última del rancio linaje; pero su deterioro continuó hasta que un siglo más tarde, durante la dictadura del general Franco, el Estado lo rescató de una inminente compra y desmantelamiento por parte de un magnate estadounidense para trasladarlo a su país.
En un ángulo de la plaza, bajo la vigilante presencia del castillo, un niño retrasado y feliz se concentra en jugar con el agua que brota cantora de una antiquísima fuente; y niño y fuente forman un cuadro que habría, sin duda, inspirado la pluma de Machado, quien tanto gustó en sus poemas de fuentes, voces infantiles y linfas sonoras. Al pasar junto al muchacho, me dedica una sonrisa y con acento ilusionado me explica su juego, haciéndome sentir de golpe toda la nostalgia de mi infancia.
El castillo, airoso y vigilante sobre Peñaranda
Emprendo el ascenso al castillo, que airoso se alza vigilando la villa. Sus cimientos datan del siglo X, cuando la peña se gana en reconquista y se fortifica para hacer frontera con los moros al otro lado del Duero. Aunque de menor tamaño, en su planta y aspecto me recuerda al de Peñafiel, y al informarme después aprendo que, en efecto, fue reconstruido en el s. XV a semejanza de éste.
El caserío de Peñaranda visto desde la peña del castillo
Desde arriba hay una magnífica vista del caserío, sobre cuyos tejados destaca, imponente, la iglesia de Santa Ana. Comenzada a construir en 1532 con licencia del obispo de Osma y compromiso de los señores de la villa de aportar 100.000 maravedís al año hasta su conclusión, no se concluyó sino hasta un siglo después. ¡Cien años de construcciones! Tres generaciones enteras vivieron toda su vida, de niños, adultos y ancianos, viendo la iglesia en obras. ¡Qué distinta noción del tiempo la de aquella gente y la de nuestros días! Difícil época de cambios nos ha tocado a nosotros, cuando nada permanece igual a sí mismo por más de una década; a veces un lustro.
Así meditando regreso a la plaza, porque es hora de cenar algo.
Soberbia se yergue la ex colegiata abacial
Las ocho columnas de mármol blanco que decoran la escalinata de acceso a Santa Ana provienen de las ruinas de Clunia, y diz que en el interior de la iglesia está enterrado, entre otros, el padre de la emperatriz Eugenia de Montijo.
Fachada de la iglesia de Santa Ana, en la plaza de Peñaranda
Sobre el artesonado de la fachada, y también en uno de los contrafueres, las armas en relieve de los Zúñiga y Avellaneda, condes de Medina, señores de Peñaranda.
Escudo de los Zúñiga Avellaneda
En contraste con esas muestras de pasado esplendor, en una calle de las traseras me encuentro la imagen, tristemente repetida en casi todos nuestros pueblos, de la ruina de las casas y el abandono de los campos. La Castilla rural se viene abajo, relegada al olvido a cambio del frenesí ciudadano.
Huerto y casa abandonados
El hostal que he elegido resulta ser centro de la vida social del pueblo. Las mesas de la terraza, ya a la sombra del sol poniente, están animadas. Pido para cenar un plato de rabas, y mientras doy cuenta de él (grande y sabroso) leo en el entrañable diccionario Madoz algunos datos curiosos sobre Peñaranda de Duero, compilados a mediados del siglo XIX, poco después de morir la última de los Zúñiga: …tiene 260 casas, un gran palacio, un hospital para pobres, un convento de monjas franciscanas en número de 5 y otro de carmelitas descalzos, todo propiedad y patronato de los condes de Miranda…
Rosaura, mal aparcada junto a la acera, me mira como preguntando: “¿aquí me vas a dejar?”