El balance crítico de la modernidad es un tema, recurrente como pocos, en el pensamiento contemporáneo, dice
Ramón Rodríguez, catedrático de Filosofía en la Universidad Complutense reseñando en Revista de Libros El reino del hombre. Génesis y fracaso del proyecto moderno (Madrid, Encuentro, 2016), la publicación más reciente de Rémi Brague, profesor de Filosofía Medieval en la Sorbona de París y de Historia del Cristianismo Europeo en la Ludwig-Maximilians-Universität de Munich, además de director del centro de investigación "Tradición del Pensamiento Clásico" de la Sorbona.Desde la época de entreguerras, cuando la idea de una crisis generalizada de civilización se abatió sobre la conciencia europea, la filosofía no ha dejado de dar vueltas en torno a la herencia de la Modernidad, un término poco claro, incluso cronológicamente, pero capaz de llenar de reflexiones, críticas y apologéticas, miles y miles de páginas en los más diversos tonos y estilos. Va ya para un siglo ese constante ajuste de cuentas con la época llamada «moderna», en cuyo despliegue son tantos los enfoques con que se ha llevado a cabo que resulta difícil intentar siquiera una somera enumeración. El reino del hombre se integra plenamente en este vasto campo, pero lo hace con algunas peculiaridades que lo destacan y en las que merece la pena fijar la atención. Ante todo, porque Rémi Brague es un historiador de las filosofías griega y medieval, sobre las que versa el grueso de su obra, con grandes trabajos sobre cristianismo, judaísmo e islam, internacionalmente reconocidos, y no del pensamiento moderno. Resulta por eso atractivo comprobar cuál es la visión de la modernidad que surge de una inevitable comparación con aquello de lo que ella justamente pretende distinguirse.Por otro lado, Rémi Brague, aunque ha dado a luz ensayos de indudable relieve, como su conocido Europa, la vía romana, es esencialmente historiador, y en pocos lugares se nota tanto esta impronta como en El reino del hombre, donde el material histórico de textos y contextos traídos a colación es sencillamente abrumador. Y es que el libro no es una «obra de tesis», no destaca por la novedad de sus tesis o interpretaciones, sino por la elección del contenido y el modo como es presentado. Última etapa de una trilogía en la que el autor examinó primero La sabiduría del mundo, esto es, la concepción del universo y del hombre propia de la Antigüedad, y luego, en La ley de Dios, la acción humana a partir de una norma recibida de lo divino, visión propia de las tres grandes religiones del mundo medieval, la consideración que El reino del hombre dedica a la «Modernidad» no carece de supuestos, no es una pura exposición de los caracteres de lo moderno, sino que se desarrolla sobre el resultado de las indagaciones anteriores en los mundos que la precedieron. Esta es la primera peculiaridad del libro que comentamos: que no opera con el supuesto tácito habitual de que la Modernidad significa la salida de la oscuridad medieval mediante unas Luces que dejan ver por fin la auténtica figura del ser humano. Más bien supone el enfoque contrario: es la proveniencia del mundo antiguo y medieval lo que ilumina el sentido y el alcance del proyecto moderno. Sin duda, este cambio de enfoque hermenéutico obedece a la cautela del historiador de no adoptar sin más la comprensión que la Modernidad tiene de sí misma y que tan bien expresa la citada metáfora de las Luces, cuyo resultado inevitable es la habitual visión deformadora de la Edad Media; pero ese principio hermenéutico es, a la vez, un principio ideológico, en el sentido de que pone en juego una confrontación de ideas, determinadas tesis ya no meramente descriptivas: en una palabra, una evaluación filosófica del núcleo básico de las ideas modernas. Por ello puede Brague subtitular su libro «Génesis y fracaso del proyecto moderno». Mientras que «génesis» es un término neutro que busca poner de relieve cómo en la «oscuridad» medieval hay prefiguraciones claras de ideas modernas, «fracaso» es un término valorativo, aunque ambiguo, pues puede tan solo indicar que los resultados de la modernidad contradicen sus propias pretensiones, lo que es más bien una constatación, pero también que ha ofrecido una imagen distorsionada de la realidad humana. El reino del hombre sostiene las dos cosas y, en este sentido, toma posición, contiene un enjuiciamiento del «proyecto moderno». Su cara más fuerte, la imagen distorsionada que la modernidad da de lo humano, deriva de «las consecuencias funestas» que entraña el abandono por el proyecto moderno de todo contexto para el saber sobre el hombre. La idea moderna de autonomía ha hecho posible la abstracción de considerar al hombre a partir exclusivamente de sí mismo, retirando todo significado a su inserción en un contexto natural y religioso del que recibía la medida de su acción. Este contexto determinaba que la empresa que siempre es la vida humana se entendiera más bien como tarea, como cometido que cumplir y del que el hombre es único responsable; la noción moderna de proyecto, que se impone paulatinamente, acentúa, por el contrario, la idea de un impulso cortado de todo origen, vertido hacia posibilidades libremente imaginadas, mediante las que el hombre se recrea constantemente. El «proyecto moderno» es, así, una expresión que denota la «naturaleza» misma de lo humano y, a la vez, la visión imaginada de lo que sería por fin el verdadero «reino del hombre».Su fracaso es lo que evidencia justamente el atento análisis de su desarrollo, que Brague expone con morosa minuciosidad y un extraordinario acopio de textos, y que consiste, en lo esencial, en la idea ya muchas veces expuesta de la interna «dialéctica autodestructiva» que despliega el proyecto moderno. En la exposición de esta dialéctica, Brague prosigue claramente la línea de los grandes pensadores cristianos que en los albores de la Segunda Guerra Mundial denunciaron el «fraude intrínseco» de la modernidad (Romano Guardini, El ocaso de la Edad Moderna) o la «dialéctica del humanismo antropocéntrico» (Jacques Maritain, Humanismo integral), más que la de la Dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer. Pues, aunque en ambos modos de consideración se revelan las tendencias destructivas de sus propias pretensiones que el proyecto moderno lleva consigo, la idea subyacente de la pérdida del contexto que suministraban la cosmología antigua o la revelación bíblica, ausente por completo en el diagnóstico de los pensadores francfortianos, aproxima a Brague a la línea de reflexión cristiana citada.Pero esta doble tesis de fondo no hace justicia al contenido del libro, aunque solo sea porque ocupa un lugar mínimo en el conjunto del texto. Necesaria para hacerse cargo del enfoque general con que se aborda el proyecto moderno, aparece en el libro de manera extraordinariamente contenida, permaneciendo casi siempre implícita, sin que lleve en ningún momento a entrar en debates propiamente dichos. Esta es la segunda peculiaridad de El reino del hombre, que, conteniendo claramente una concepción negativa del proyecto moderno, no entabla con él ningún intento de refutación, ni siquiera una discusión filosófica de fondo. Es eso lo que distingue El reino del hombre de los textos citados de Maritain o Guardini. Menos aún añade esos incómodos comentarios que aleccionan al lector sobre las «maldades» modernas. Por el contrario, son los grandes pensadores modernos los verdaderos protagonistas del texto, quienes tienen constantemente la palabra. Es su propia voz la que va señalando el devenir del proyecto moderno y la que va poco a poco revelando esa dialéctica autodestructiva. El mérito de Brague estriba en la enorme erudición que le permite sacar a la luz múltiples textos, poco habituales muchos de ellos, tanto de autores clásicos como de personajes de segundo orden, cuya elocuencia es tal que no necesita apuntes que lo destaquen y ante los que cabe poca interpretación. Son ellos los que componen lo esencial del texto. Brague se limita a organizar su secuencia: en un primer momento, se muestra cómo «el proyecto moderno» es una nueva configuración de ideas, todas ellas surgidas en el mundo precedente: la dignidad del hombre, el dominio de la naturaleza, la divinización de lo humano. Sigue su despliegue y transformación al hilo de la idea de proyecto: la antigua superioridad estática sobre la naturaleza es ahora una superioridad dinámica que hay incesantemente que conquistar, lo que tiene como condición la «neutralización de la naturaleza», que no tiene ya nada que decir al hombre, puro mecanismo sin significado; el dominio sobre ella adquiere así un nuevo sentido, dando al trabajo y la técnica un papel esencial, a la vez que acentúa su incompatibilidad con la idea de otro Ser Superior, hasta hacer del ateísmo una simple condición de la dignidad humana. Por último, los textos de los pensadores modernos ponen de relieve cómo el proyecto de autonomía radical del ser humano hace posible el surgimiento de ideas que convierten el proyecto inicial en algo muy cercano a su contrario: la idea de la dignidad del hombre es ahora una forma de narcisismo al que la ciencia inflige múltiples heridas hasta hacer de la realidad humana una cosa más de la naturaleza; el dominio sobre la naturaleza se continúa en un dominio del hombre sobre el hombre, justificado de múltiples formas (totalitarismos, ingeniería social, etc.); el supuesto señor del universo pasa a perder incluso la condición de sujeto y es más bien pensado como algo que tiene que ser rehecho por completo y, en último extremo, sustituido por las máquinas.Todas estas ideas no son nuevas, concluye diciendo el reseñador, y han sido y son objeto de la ya larga discusión sobre la Modernidad que ha ocupado a buena parte de la filosofía contemporánea. Pero su presentación y el modo de abordarlas hacen de El reino del hombre un valioso libro de historia de las ideas, de cuyas páginas el lector sale realmente ilustrado.Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
HArendt