Revista Psicología
No es inusual encontrarse en entornos laborales y en declaraciones políticas numerosas arengas a favor de un pensamiento positivo, una soflama en pro de la voluntad individual, el esfuerzo y la capacidad de adaptación al medio social como condiciones de mejora personal. Casi que se ha convertido en una religión, avalada por especialistas y gurús de moda. El coaching es en nuestros tiempos una nueva profesión; cientos de vendedores de buen rollo pululan en todos los medios ofreciendo sus servicios para mejorar tu vida. Lo inquietante de esta nueva religión es extrapolar su utilidad del mero plano psicológico o terapéutico al social y político. Con facilidad este elogio del pensamiento positivo se convierte en excusa para políticos y mercaderes que justifican sus medidas voraces, pidiendo a la ciudadanía una pasiva adaptación a la realidad presente, sin el arbitrio del pensamiento crítico y la reivindicación de derechos sociales. La religión del pensamiento positivo conduce con facilidad a un conservadurismo sociopolítico que fomenta la pasividad frente a situaciones de flagrante injusticia, adocenando al ciudadano y exigiéndole con descaro una dócil adaptación a los hechos. Es más, bajo este prisma, el ciudadano es presentado como único culpable de su situación; si está en paro, es a causa de su indolencia o su incapacidad de superar situaciones adversas. La causalidad estructural de la pobreza es sustituida por una suerte de nueva versión sofisticada de determinismo psicológico. El pobre lo es -como pensara el burgués decimonónico- por méritos propios y no por la estructura socioeconómica que sustenta las relaciones sociales de producción. Para salir de la miseria no es necesario introducir crispación en el entorno laboral (quejarse, hacer huelga, impedir desahucios,...), sino simplemente superarse a sí mismo. Si te va mal es que no te has esforzado lo suficiente.Quizá, estimado lector, crea usted que esta forma de pensamiento es residual o venial, pero mucho me temo que empieza a convertirse en una tendencia viral en los entornos laborales, los debates entre intelectuales, entre tertulianos profesionales, y en el credo vendido desde el púlpito político. Y su narrativa cala en la ciudadanía, quien por puro miedo y perplejidad acaba cediendo a su meridiano argumentario, debilitando el pensamiento crítico y la confianza en la presión social como detonante de cambio. Como diría el filósofo Kant en su famosa obra ¿Qué es la Ilustración? -un texto de sorprendente actualidad-, por todos lados oímos a auto declarados tutores de la ciudadanía decirte lo que debes pensar, en lo que debes creer y cómo ser feliz. Y, como subrayara Kant, esta situación no está causada tan solo por los gurús de lo ajeno, sino que el propio ciudadano, cómodo y temeroso, acepta con docilidad y resignación tamaña intendencia. La adaptación al medio social se ha convertido en la clave para asegurar la riqueza nacional y en manual básico del buen patriota. Esfuérzate y calla. En tiempos de crisis, interesa a los poderes fácticos un ciudadano silente, confiado, que ofrece con docilidad su fuerza de trabajo para satisfacer las demandas del sistema financiero. La crítica es percibida como amenaza contra el orden establecido y como distopía asocial. De ahí que el propio sistema educativo se convierte por lógica en una sucursal del Ministerio de Trabajo. Asimilar la realidad sin cuestionarla, sin el arbitrio de la duda. Estudia, esfuérzate, pero no pienses. Pensar nos sitúa en el territorio de lo posible; descoloca lo real, desacomoda el orden presente. El pensamiento positivo es por definición propia una mera asimilación de lo presente. El ciudadano adapta su estado emocional y sus pensamientos a un espectro limitado de escenarios, a los que debe responder por mero equilibrio psicológico. La disidencia es percibida como una patología. La felicidad como único horizonte de salud. Incluso conceptos como cooperación o inteligencia emocional pierden su carácter vindicativo y transformador, para convertirse en meros subproductos de esta religión conservadora. Trabajar juntos por objetivos comunes, pero sin transmutar el orden, sin cuestionar la estructura, sin tocar la médula. La dialéctica debe mantenerse dentro de los límites de la epidermis social, no debe atravesar el músculo. A esta tendencia contribuye con eficacia la crisis económica. Un ciudadano sin recursos es más manipulable, ya que sus necesidades quedan a merced del salvador de turno, al que vende sin mediar juicio su entendimiento por un plato de lentejas. Peor aún es temer perder lo que tienes que resignarse a no tener nada. Un reducción de derechos es mejor que el temor a perderlos todos.