En el otoño de 1982 el profesor Emilio Lledó, catedrático de Historia de la Filosofía en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), impartió en el centro asociado de la misma en Las Palmas de Gran Canaria un Seminario de cinco días sobre algunos de los textos de Platón, Aristóteles y San Agustín. Los privilegiados alumnos del mismo no pasábamos de una docena.
Ya he relatado anteriormente lo que
dice el pensador George Steiner en Errata. Examen de una vida (Siruela, 1998) sobre el encuentro con la excelencia universitaria, esa aura inmaterial que marca al alumno para toda la vida, cuando tropieza con un maestro excepcional. Me pasó a mí es ese Seminario del profesor Lledó. Fue, sin duda, la experiencia más inolvidable de toda mi larga vida universitaria, y me dejó un imborrable recuerdo y admiración por él y una pasión sin límites por la cultura y la filosofía de la antigua Grecia.Lo he rememorado estos días leyendo dos libros, Idealismo y barbarie (Trotta, 2018), del profesor italiano Diego Fusaro, y Sobre la educación (Taurus, 2018), del profesor Lledó, en los que ambos filósofos hablan del famoso Mito de la Caverna expuesto por Platón al comienzo del libro VII de su República.La metáfora de la caverna, dice Fusaro, es la imagen por antonomasia de la emancipación del género humano. En ella verdad y libertad, contemplación y acción van indisolublemente unidas, pues la conversión al cielo de las ideas implica la exigencia política de que el filósofo baje otra vez a la caverna para liberar a sus conciudadanos. La actitud filosófica es así la propuesta de una alteridad dignificadora que denuncia la injusticia del estado de cosas existente con miras a su transformación, construyendo una razón utópica capaz de vencer a la ideología que entroniza lo existente, esto es, el mercado global transfigurado en jaula de hierro.
Desde otra óptica, no muy diferente, pero que comparto en mayor grado que la de Fusaro, y también más "poética", el profesor Lledó comenta el mito en uno de los capítulos de su libro citado, básicamente en los mismos términos en los que nos lo relató a sus alumnos en aquel lejano Seminario del curso 1982-1983:
El mito cuenta, comienza diciendo el profesor Lledó, que estaban atados por las piernas y por el cuello. Y desde niños. No tenían posibilidad de mirar a otro sitio que al iluminado fondo de la cueva. Iluminado por un fuego que, a mitad del camino entre la posible, lejanísima, salida y los prisioneros, estrellaba, ante sus ojos, las sombras de unos objetos alzados sobre las cabezas de misteriosos porteadores. Los prisioneros no podían ver sino esas sombras, porque tras sus espaldas y ante los porteadores se alzaba un muro tan alto como estos personajes, y que impedía descubrir la totalidad de la tramoya.
En la implacable noria de esos silenciosos caminantes del otro lado del muro habría alguno que comentaría lo pesado de la carga, lo duro y aburrido del camino que, como Sísifos de sombra, estaban condenados a hacer. Y los prisioneros oirían los ecos de esas voces, escucharían palabras, e imaginarían que, en su larga pantalla de sombras, eran esas sombras las que hablaban. Incluso familiarizados ya con esa procesión, acabarían acostumbrándose a ella, queriéndola y hasta concursando por ver quién era el más sabio en oscuridades, y cuál de las sombras volvería a aparecer, de nuevo, en su mirada.
El mito no cuenta quién atizaba el fuego, quién había ideado el muro, quién dirigía, oculto, a esos porteadores resignados, prisioneros también, y abotargados en su engañoso oficio. Sólo dos clases de figurantes aparecen en la gran farsa: los cautivos sentados ante la última pared de la caverna, incapaces de mirar otras cosas, de añorar otra cosa que las sombras, y esos porteadores que, aunque aparentemente libres, ya se habían sometido al empleo de mediadores de la tiniebla. Probablemente pensarían que su destino era consolar la soledad de los cada vez más felices, entretenidos, videntes. Quizá nacieron agarrotados también, como los prisioneros; pero el señor del muro y del fuego, el señor de las imágenes y el camino, los había liberado de ser únicamente ojos sin luz, para que, al menos, pudieran tener pasos por la estrecha senda amurallada, o para que pudieran ser comparsa de sus maquinaciones. Tal vez no era preciso suponer señor alguno, y un decidido promotor de espectros, soñador de otras cavernas, fue el primero que empezó a abrir la ruta desde la que, vorazmente, se consumían más imágenes porque seguía creciendo la tropa de los inertes y ofuscados prisioneros.
Esa ofuscación animaba las entrañas de los contempladores. Vivir de imágenes sostenidas tan sólo por un pequeño corazón de sombra era un alimento suave para ojos que nunca habrían de levantarse hacia la luz. El señor, si lo había, o, en su defecto, algunos de los porteadores cavilaron que era mejor para sus clientes, atenazados por las piernas y el cuello que, por su bien, creyesen que las inertes cosas que veían estaban sólo allí, al fondo de sus ojos, y nacían de la fantasmagórica pared. Esta ignorancia les liberaba del sufrimiento que da saberse víctimas indefensas del camino, del fuego, del muro. El alimento de imágenes, enlazadas por el mísero discurso de los porteadores, acababa por disolver a aquellos mirones de la oscuridad. Mirar sólo en lo oscuro ahuyenta el horizonte de cualquier camino, desfonda el ánimo para cualquier huida, para desear algo que no sea seguir percibiendo el constante chisporroteo de la turbia luz.
Enseñados a hablar por las imágenes, los prisioneros querrían incorporarse a ese consolador discurso que les muestra lo que hay que ver y que les facilita la forma de verlo. Serían capaces de gritar pidiendo más sombras, de reclamar más visiones, de condenar o absolver, según el juicio que les fue insinuado al otro lado del muro que nunca vieron. Personajes irreales del mundo de la irrealidad flotarían, como espectros, sobre sus ligaduras, dictando al señor de la hoguera las secuencias que desean ver, las que quieren eliminar.
Pero el mito cuenta, además, el proceso de una verdadera liberación. Hay un prisionero que escapa. Alguien -no se dice quién- le desató, le obligó a levantarse y le puso en camino hacia la luz. No hacia la luz del solitario fuego que arde en el centro de la caverna, sino hacia la salida, hacia el sol. Es verdad que el camino, cuesta arriba, es penoso, y que los ojos, hechos a la oscuridad, sufren a medida que tienen que irse abriendo a otros resplandores. Es verdad que, a ratos, se tienen ganas de volver al sillón donde nos atenazó la costumbre; pero donde nos acarició la oscuridad. Porque duelen los ojos de ir atisbando cosas reales y, sobre todo, de descubrir el ridículo montaje del muro y de sus pálidos servidores. Duele la rabia de haber creído que todo era eso; la dura nostalgia de los días perdidos. Un lejano sentimiento de culpa se levanta, además, por haber colaborado, aunque sólo fuera como pasivo partícipe, en la ideología de la nada.
Libre, al fin, de la caverna, el prisionero necesita un largo aprendizaje para resistir la nueva luz; para no añorar demasiado la tranquila, cómoda, tiniebla que le circundaba. Una tiniebla entre la que apenas pudo vislumbrar los objetos que el telón de cueva le ofrecía, a pesar de la incansable llamarada de la hoguera. Por ello nunca supo tocarlos, nunca pudo llegar a conocerlos, al no haber aprendido la diferencia entre lo concreto y lo abstracto, entre lo real y los esperpentos, entre la verdad y el engaño. Un mundo mezclado y turbio había sido el suyo. Tan distinto de éste que ahora miraba, y donde la luz de sus ojos, hermana de la del sol, bañaba, sin confusión, todas las cosas.
Probablemente entonces, al descubrir el prisionero todo lo que alcanza la mirada, y hecho como estaba a utilizar la vista, aunque fuese entre tinieblas, pensó que aquella maquinaria del mirar, en la que había crecido, podría revolucionarse, con tal de que tuviese otra luz distinta por mensajera. Una luz que diese vida y saber a la mirada, y a la que acompañasen palabras más firmes que aquellas en las que, como aplastados ecos, le educaron. No sabemos tampoco si, en un momento de desesperación, pensó que era imposible transformar esa fábrica de un ver en el que se agotaba la pasión por sentir, por crear, por vivir.
El mito no habla ya de proyectos; pero sí nos narra el momento más dramático de esta historia. Ese prisionero feliz por haber conocido la posibilidad de otro mundo distinto, por haber gozado de la visión alentada de sabiduría, roza, por ello, la infelicidad. Una infelicidad provocada por la necesidad de compartir su verdad. Y en ese momento recuerda a sus ensombrecidos compañeros, y aprende la suprema lección de que nada vale ser solitario gozador de la luz. Aunque le cuesta más esfuerzo que aquella primera escapada, desciende, de nuevo, a la caverna.
En este momento, el mito de la liberación se convierte en tragedia. Cuando el prisionero vuelve a ocupar su viejo asiento, sus antiguos compañeros se ríen de él. Ha olvidado la forma de mirar aquellas imágenes que tan bien le sentaban; no sabe confundir las voces y los ecos que se aplastan al fondo de la cueva; no le sosiega el adormecedor murmullo de la oscuridad. La risa, sin embargo, acaba convirtiéndose en el crispado rito de la muerte, cuando el prisionero intenta, como con él hicieron, liberar, animar, empujar hacia otra luz. Lo único verdaderamente real en ese fantasmagórico universo es, al final, la muerte.
Lo contó con más detalle, más bellamente, Platón, hace 24 siglos, al comienzo del libro séptimo de la República: “¡Qué extraña escena describes, dijo Glaucón, y qué extraños prisioneros!”. “Iguales que nosotros -dije-“.
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
[email protected]Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme, de una vez para siempre, a realizarlos (G.W.F. Hegel)