Hace bastante tiempo que me faltaba algo, no sabía qué era exactamente y pensé que tal vez se trataba de una de esas crisis existenciales que nos dan en determinado tiempo de nuestras vidas. Era tan grande mi ansiedad que no me dejaba estar quieto; parecía exigirme ir en busca de aquello que hacía falta; era algo que me hacía sentir incompleto. Muchas veces pensé que tal vez una pareja me haría llenar ese vació, pero mis varias rupturas me confundían más.
Aquel domingo desperté con el corazón latiendo muy rápido, traté de calmarme y respiré lo más profundo que pude, pero mi cuerpo experimentaba la sensación de salir. Volteé a ver a María y ella seguía dormida, sentí una lástima que a pesar de su belleza, no me sentía lleno de tenerla a mi lado. Me paré y me puse un pantalón, tenis y una sudadera para enfrentar el frio del amanecer, aunque el frio era lo que menos importaba; podría estar en el lugar más cálido y de igual manera había un invierno en mí.
Salí sin dirección prevista, mis pensamientos estaban tan activos que llegue a sentir que estaba fuera de la realidad. Al darme cuenta de mi estado quise pedir ayuda y me di cuenta que estaba en medio de la alameda central, un pequeño bosque en la ciudad; busqué ayuda porque sentía que la respiración me faltaba y no hallaba a nadie a mi alrededor. Los rayos del sol empezaban a travesar los huecos que dejaban las hojas de cada árbol. A lo lejos vi una figura humana que vestía de una manera peculiar. Intenté gritarle pero la falta de aire no me permitió hacerlo, así que como pude me acerque a él, estiré mi mano con al afán de tocarle el hombro para que se diera cuenta de que yo estaba ahí. Pude tocarlo y mi fatiga hizo que cayera de rodillas frente a él. Con una voz familiar me preguntó si me encontraba bien. Su voz provocó que en un instante recordara mi niñez: esas noches de tormenta y a lo lejos la voz de mi padre diciendo: “tranquilo hijo, aquí estoy”. En lo que recobraba el aliento le respondí con cansancio que sí. Me ofreció su mano para levantarme y yo la acepté. Al momento de levantarme alcé la mirada y vi su rostro. Caí al suelo de nalgas, ¡era imposible lo que mis ojos estaban viendo! La verdad mi rostro había cambiado mucho estos últimos días, pero aquel rostro tenia tanto resplandor que al principio dudé que fuera real. Me froté los ojos, tal vez me había desmayado, pero no, definitivamente la persona que estaba frente a mí, era yo.
Con un gesto de amabilidad me sonrió y me volvió a ofrecer su mano. Me dijo: “por fin nos encontramos, ¿Por qué tardaste tanto?”. Quedé anonadado, y lo único que se me ocurrió responder fue: “no sabía dónde encontrarte”. Él me sonrió, (o yo me sonreí) y me contestó: “en el interior de tu bosque”. De momento percibí que cada árbol nos miraba y contaba una historia de mi vida, como si proyectaran imágenes en forma de película. Me abrazó y sentí una tranquilidad que terminé durmiendo en sus brazos.
Mientras dormía escuche un susurro, un susurro que me decía: “no olvides quién soy”. Fue tan fuerte la impresión para mí que desperté de golpe. Abrí mis ojos y a mi lado seguía durmiendo María.
Por Abinadí Hita
@gorihh2