Revista Cultura y Ocio
Al parecer el sentimiento de abortar al siguiente día cualquier proyecto literario que comienzo y que se enclava en mi mente como un remordimiento se debe sencillamente a la impotencia de no poder, jamás, culminar lo previsto literariamente (cuento, novela, ensayo o libro de poemas) en el mismo día en que lo empiezo.
Siempre tengo todo claro, englobado, esclarecido hasta en sus más ínfimos detalles, pero sucede que al comenzar a escribir, las palabras mismas me van distrayendo de mi objetivo, me llenan de monotonía y al final me persuaden a abandonarlas.
Lo que sucede es que, verdaderamente, el que escribió el párrafo hoy, mañana ya no existe, por más que intente recuperarlo no lo logró. Al día siguiente es otro quien habla, y en definitiva esa voz no puede continuar lo que dejó escrita la del día de ayer.
Si de pronto me sucede que debo escribir, entonces lo hago, pero sucede también que me obligo a gastar hasta el desfallecimiento a esa voz que ha nacido de pronto en mi interior. Lo hago porque sé que tengo que hacerlo, que es mi única oportunidad, porque tengo sobreentendido que esa voz, ese escritor que de pronto me posee, simplemente mañana ya no existirá.
A veces me toca abandonar a quien me habita, simplemente porque ya no lo soporto.
De repente siento que estoy invadido por una voz que busca salida, se ahoga, se confunde, se aglomera y se vuelve algarabía en mi cabeza. La mano derecha entonces se convierte en secretaria, en escriba, se compadece del encerrado en mi cerebro y le permite a través de su oficio de transcriptora que por fin la voz se desahogue, sobre el papel, con toda su sarta de mentiras.