Revista Cultura y Ocio
Dicen que Julio Cortázar dijo algo así como que se sentaba a la máquina y dejaba correr el vasto río de los pensamientos y los afectos. Yo, sin embargo, tengo asociado el acto de esa escritura al bolígrafo y al papel, a escribir a mano, que es muchas veces la primera versión de un texto propio que deje correr pensamientos y afectos. Luego, sí; ese primer apunte es como el cepellón de lo que va saliendo sentado a la máquina, al ordenador que me ofrece tantas posibilidades para dar forma a lo que escribo. Como ahora. Aunque debería decir que era o fue así, porque cada vez más —aunque todos los días escriba a mano como el que ejercita un músculo— surge la primera escritura en esta mágica e inmediata representación visual de lo que mis dedos quieren decir. Por eso digo que «muchas veces» escribo una primera versión a mano, porque son muchas otras las que pulsando este teclado —los hacen cada día más agradables al tacto, la verdad— va surgiendo desde un bosquejo torpe y reprochable una frase con sentido y nunca «en ese sentido». Quizá me guste esto, esta inclinación sobre el teclado, esta manera de tocarlo, por mi arraigado —mi padre decía que quien no ama la música no tiene corazón— entusiasmo por los que saben interpretar algo con un instrumento. Por eso mi admiración ante un guitarrista, o por la manera que un pianista tiene de tocar una melodía. Nada de eso me ha sido dado, y estúpidamente —y con bastante vergüenza, por cierto— a veces me pongo a escribir como si estuviese simulando tocar un piano y otras como si estuviese escarbando con un puntero —si es a mano— entre la arena para encontrar un tesoro del que sentirme orgulloso y menos falto en expresar pensamientos y afectos. Y nada, sigue sin salir.